Temas básicos de derecho civil y comercial: la buena fe como principio rector de los contratos

Hola a todos: 


Quiero referirme hoy a la importancia que tiene la buena fe como principio rector de los contratos, en todos sus aspectos (celebración, ejecución, terminación, liquidación). Como concepto de carácter general, de innumerables aplicaciones, voy a abordar sucintamente el concepto.

El Art. 1501 C.C. (reafirmado, en materia mercantil, por el Art. 871 C. de Co., y en materia laboral por el Art. 55 del C.S.T.), establece que los contratos deberán celebrarse y ejecutarse de buena fe y, en consecuencia, obligarán no solo a lo pactado expresamente en ellos, sino a todo lo que corresponda a la naturaleza de los mismos, según la ley, la costumbre o la equidad natural (invocando el texto literal de la norma del estatuto mercantil). Buena fe negocial que se proyecta incluso, al periodo precontractual (Art. 863 C. de Co.).

 

La jurisprudencia tiene sentado de antaño que la buena fe es un principio vertebral de la convivencia social y de todo sistema jurídico en general, principio con sujeción al cual deben actuar las personas – sin distingo alguno – en el ámbito de las relaciones jurídicas e interpersonales en que participan, bien a través del cumplimiento de deberes de índole positiva que se traducen en una determinada actuación, o bien mediante la observancia de una conducta de carácter negativo (típica abstención), entre otras formas de manifestación.

 

Ello presupone que siempre se actúe con honradez, probidad, honorabilidad, transparencia, diligencia, responsabilidad y sin dobleces. Identificándose la buena fe, en sentido lato, con la confianza, la legítima creencia, la honestidad, la lealtad, la corrección y, especialmente en las esferas pre – negocial y negocial, con el vocablo “fe”, pues la “fidelidad, quiere decir que una de las partes se entrega confiadamente a la conducta leal de la otra en el cumplimiento de sus obligaciones, fiando que ésta no lo engañará.”[1] Y tiene dos dimensiones, una subjetiva (creencia o confianza) y otra objetiva (probidad, corrección o lealtad), que deben valorarse simultáneamente y de manera integral, esto es, en conjunto, durante toda la ejecución del contrato (e incluso, en la etapa precontractual), pues es posible que su comportamiento primigenio, estrictamente hablando, se ciña a sus cánones, pero después varíe, en forma apreciable y hasta sorpresiva, generándose su inequívoco cumplimiento, valorándose así, las diversas oportunidades que los interesados tuvieron para actuar con lealtad, corrección y diligencia, según sea el caso y sin distingo de ninguna especie.[2]

 

Derivado de este principio rector, se desprenden otros como la prohibición de abusar de los derechos o de actuar contrariando los actos propios, teniéndose de presente en este último caso, que la buena fe supone la existencia de una relación entre personas y se refiere fundamentalmente a la confianza, seguridad y credibilidad que otorga la palabra dada, lo cual hace inadmisible la negación de los propios actos (la máxima contra venire factum propium non valet), que censura la contradicción comportamental y la incoherencia conductual, entendiéndose dichas conductas como obrar incompatible con la confianza legítima que merced a los actos anteriores (el mantenimiento de la palabra dada), se ha suscitado en el otro contratante, tal como se ha dicho en Casación Civil:

 

“(…) [los particulares] deben honrar sus obligaciones y, en general, asumir para con los demás una conducta leal y plegada a los mandatos de la corrección socialmente exigibles” (…) obrar de buena fe es proceder con la rectitud debida, con el respeto esperado, es la actitud correcta y desprovista de elementos de engaño, de fraude o de aprovechamiento de debilidades ajenas. Inclusive, bueno es destacarlo, desarrollo de estos parámetros es la regla que impide reclamar amparo a partir de la negligencia o descuido propios: Nemo auditur propiam turpitudinem allegans. En cabal realización de estas premisas las personas, al interactuar con sus semejantes, adoptan conductas que fijan o marcan sendas cuya observancia, a futuro, determinan qué grado de confianza merecen o qué duda generan. Los antecedentes conductuales crean situaciones jurídicas que devienen como referentes a observar frente a actuaciones presentes y futuras, de similar textura fáctica y jurídica, no pudiendo sustraerse caprichosamente de sus efectos, génesis ésta de la llamada Teoría de los Actos Propios (…)”.[3]

 

De manera tal que la actuación voluble y contradictoria, “respecto de los mismos aspectos fácticos y los mismos intereses económicos, puede constituir, y suele serlo, un acto contrario a los fundamentos de la buena fe y a la coherencia jurídica exigida a cualquier contratante (…).”

 

Además, la buena fe tiene una FUNCIÓN INTEGRADORA DEL CONTRATO y de la ley, ya que la buena fe obliga a cumplir, no solo a las obligaciones que se expresan en los contratos, sino a todas las cosas que emanan precisamente de la naturaleza de la obligación (Art. 1603 C.C.), precepto que al ser interpretado en conjunto con los Arts. 8º y 13 de la Ley 153 de 1887 (aplicación residual de los principios generales del derecho en ausencia de norma legal positiva, incluyéndose la costumbre, ésta conforme con la moral cristiana, o general) y los Arts. 1618 (conocida claramente la intención de los contratantes, debe estarse a ella más que a lo literal de las palabras) y 1621 C.C. (interpretación por la naturaleza del contrato: en aquellos casos en que no apareciere voluntad contraria, deberá estarse a la interpretación que mejor cuadre con la naturaleza del contrato); lo cual supone una actitud leal y equitativa inspirada en la buena fe, y no por el egoísmo o la malicia.[4]

 

Un contrato es ante todo, un ACTO DE CONFIANZA. Quien celebra un negocio espera que le cumplan, y actúa frente a los demás a partir de esa expectativa, tal como indica la terminología con la que trabaja el derecho de las obligaciones (“crédito”, “acreedor”, del latín credo, “creer”, confirman esta afirmación).

 

El derecho protege la confianza y la fidelidad de la palabra dada. Desde el derecho romano, la fides se consideraba un deber sagrado de las relaciones jurídicas privadas, e incluso hasta una divinidad a la que debía rendirse culto, honrando lo prometido y dándole cumplimiento. Esta filosofía ha llegado a nuestros Códigos Civil y Mercantil en materia de contratos, e incluso se ha elevado a rango Constitucional (Art. 83 C.P.), consagrándose la buena fe en dos dimensiones:

 

·         SUBJETIVA o como conciencia: el hombre actúa de acuerdo con la manera como entiende la realidad. Cualquier decisión que tome está motivada por lo que conoce, o la manera como cree que las cosas son. El derecho considera conveniente que las personas confíen en tales convicciones, en especial cuando organizan sus relaciones de acuerdo con su propia autonomía privada, para proteger la conducta de quien actúa bajo la convicción de hacer las cosas bien.

 

·         OBJETIVA o deber de corrección: no es legal actuar de acuerdo con cualquier representación que se haga el sujeto de la realidad, sino solo cuando para llegar a tal convencimiento haya mediado diligencia y corrección. Usualmente, cuando alguien actúa conforme a determinada convicción, se ha formado dicho convencimiento al cabo de un proceso, en el cual ha actuado de manera sagaz y diligente para conocer la totalidad de los detalles de la operación. Dicho proceso se refleja en una serie de actuaciones externas, cargas y deberes que cualquier persona en su condición cumpliría. Y solo actúa de buena fe quien cumple con dichos deberes.

 

Este es el sentido en que la doctrina alemana toma la buena fe, al denominarla Treu und Glauben: el derecho a confiar en las actuaciones de los demás (Treu) y el recíproco deber de honrar la confianza que los otros depositan en uno (Glauben). Así, la buena fe de un comprador de bien inmueble debe fundarse, al menos, en un análisis del certificado de tradición y libertad correspondiente. Y la buena fe de quien toma un seguro de vida, supone declarar las enfermedades de las que padece, y cuya existencia conoce.

 

Por otra parte, el principio general de buena fe se proyecta a lo largo de las distintas fases de la vida del contrato, comprendiendo tanto la negociación (etapa precontractual), como la celebración y la ejecución del mismo, de tal manera que las conductas que despliegan las partes a lo largo del contrato deben interpretarse como un conjunto continuo y no fase por fase.

 

Actuar de buena fe supone ser coherente en todos los momentos del negocio y respetar la confianza puesta por los demás en la conducta de uno. Por ello, al momento de evaluar si una conducta es o no es de buena fe, debe estudiarse dentro de su contexto, de manera sistemática, confrontándola con todas las actividades desplegadas a lo largo de las distintas fases del contrato, y no se puede analizar de manera aislada.

 

Finalmente, el principio de la buena fe cumple una serie de funciones que se manifiestan en todas las fases de la vida del contrato, entre ellas, una función integradora (Arts. 1603 C.C. y 871 C. de Co.), que se manifiesta mediante una serie de deberes implícitos, que van más allá de lo que las partes pactaron expresamente: Los contratos deben celebrarse y ejecutarse de buena fe, y por consiguiente, obligan no solo a lo pactado expresamente en ellos, sino a todo lo que corresponda a la naturaleza de los mismos, según la ley, la costumbre o la equidad natural (Art. 871 C. de Co.).

 

De lo cual devienen claros y evidentes deberes de:

 

·         INFORMACIÓN: quienes acuerdan asumir obligaciones por medio de un negocio jurídico usualmente lo hacen después de haber calculado los riesgos y los beneficios que les reporta la operación. En este sentido, cada parte debe informar cualquier aspecto que pueda interferir en dichas consideraciones, y de percatarse que la otra parte se está haciendo una idea equivocada acerca de los elementos esenciales del contrato, tiene el deber de avisarle.

 

·         INVESTIGACIÓN: quienes van a contratar deben investigar los aspectos mínimos relativos al negocio que celebrarán, a las partes, al objeto y a los riesgos que se encuentran presentes); de claridad (las partes deben ser claras en la formulación del negocio, la determinación del objeto y la información que se suministre en las etapas preliminares, excluyendo ambigüedades y evitando pasajes oscuros, para que no se presenten malos entendidos e incertidumbres en la celebración y ejecución del contrato.

 

·         EXACTITUD: las partes deben determinar de una manera precisa las obligaciones y derechos que adquieren en virtud del contrato, evitando la concertación de cláusulas demasiado abiertas que puedan comprometer la seriedad del negocio. Y,

 

·         Sobre todo, de comportarse con LEALTAD: Las obligaciones del contrato no deben ejecutarse en términos formales, sino que debe siempre tenerse en cuenta que el contrato es una herramienta de colaboración entre las partes y que así como se espera realizar los intereses de una parte, también es importante realizar los de la otra.

 

Así, no se permite que las partes ejecuten las obligaciones de acuerdo con el sentido literal de las palabras del contrato, sino que se les exige tener en cuenta los intereses involucrados y procurar realizarlos de la manera mejor posible (por ejemplo: en el contrato de transporte de personas, no se cumple el contrato con solo llevar a la persona al lugar de destino, sino que debe llegar sana y salva).

 

Finalmente, este principio tiene como función limitar y excluir las conductas que puedan desplegar las partes frente al contrato, contrarias a la buena fe, aplicando para el efecto la máxima latina venire contra factum propium non valet (a nadie le es dado venir contra sus actos propios). De acuerdo con la cual, las partes están obligadas a guardar cierta coherencia a lo largo de las distintas fases del contrato, y el derecho no protege las actuaciones que éstas adelanten contradiciendo su propia conducta anterior.[5]


Hasta una nueva oportunidad, 


Camilo García Sarmiento




[1] Danz, E. La interpretación de los negocios jurídicos. Librería General de Victoriano Suárez, Madrid. pág. 191. Citado por Jaramillo J., Carlos Ignacio. Derecho Privado. Tomo III. Derecho de Contratos. Volumen I. Parte General, Universidad Javeriana – Editorial Ibáñez, Bogotá, 2015, pág. 186.

[2] Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, Sentencia del 2 de agosto de 2001, Exp. 6146, M.P.: Carlos Ignacio Jaramillo J.

[3] Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, Sentencia del 9 de agosto de 2007, Exp. 24501. También, Sentencias del 2 de febrero de 2005, Exp. 9124 – 02; y del 9 de agosto de 2000, Exp. 5372. Citadas por Jaramillo J., Ob. Cit., págs. 271 a 273. Esta tesis ya había sido expuesta desde otra decisión anterior (anterior a la expedición del Código de Comercio), Sentencia del 16 de diciembre de 1969.

[4] Escobar Sanín, Gabriel. Negocios civiles y comerciales II. Teoría General de los Contratos. Editorial Diké, Bogotá, 1994, pág. 252.

[5] Pájaro Gutiérrez, Nicolás. El contrato y sus principios orientadores. En Castro de Cifuentes, Marcela. Derecho de las obligaciones. Con propuestas de modernización. Universidad de los Andes – Editorial Temis, Bogotá, 2015, págs. 416 – 426.


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