Impuestos ambientales en Colombia (Parte 1): Impuestos Pigouvianos y Política Fiscal Ambiental
Hola nuevamente a todos.
En las últimas décadas, es creciente la preocupación de los Estados por el cambio climático y la protección ambiental, enfocándose sus esfuerzos hacia el desarrollo sostenible (aquel que permite satisfacer las necesidades presentes, sin comprometer la satisfacción de las necesidades de las generaciones futuras). Colombia no ha sido ajeno a este compromiso mundial, y con la Ley 1819 de 2016 (reforma tributaria estructural), creó dos impuestos ambientales (al carbono y a las bolsas plásticas) que marcan la introducción de los “impuestos pigouvianos” con fines ecológicos.
En las últimas décadas, es creciente la preocupación de los Estados por el cambio climático y la protección ambiental, enfocándose sus esfuerzos hacia el desarrollo sostenible (aquel que permite satisfacer las necesidades presentes, sin comprometer la satisfacción de las necesidades de las generaciones futuras). Colombia no ha sido ajeno a este compromiso mundial, y con la Ley 1819 de 2016 (reforma tributaria estructural), creó dos impuestos ambientales (al carbono y a las bolsas plásticas) que marcan la introducción de los “impuestos pigouvianos” con fines ecológicos.
En esta serie de posts, voy a abordar el tema, iniciando con esta reflexión sobre los impuestos pigouvianos y la política fiscal ambiental. Bienvenidos
IMPUESTOS
PIGOUVIANOS Y POLÍTICA FISCAL AMBIENTAL
Según el Art. 3º de la Ley 99 de 1993,
en concordancia con las definiciones de la OCDE, se entiende por desarrollo
sostenible el que conduzca al crecimiento económico, a la elevación de la
calidad de vida y al bienestar social, sin agotar la base de recursos naturales
renovables en que se sustenta, ni deteriorar el medio ambiente o el ejercicio
de las generaciones futuras a utilizarlo para la satisfacción de sus propias
necesidades. En este contexto, un tributo ambiental (Ecotasa o Ecotax), grava
actividades consideradas como dañinas para el ecosistema y en consecuencia
perjudiciales para el bienestar general, pretendiendo promover actividades
amigables con el medio ambiente mediante incentivos económicos.
La idea de utilizar los tributos (sean
impuestos, tasas o contribuciones) para corregir externalidades negativas (bajo
la premisa “el que contamina paga”)
se atribuye al economista Arthur Pigou, quien expuso esa teoría en 1920, siendo
incorporado el principio del contaminador
pagador por la OCDE en la década de 1970, para ser acuñado el término “impuestos pigouvianos” por la ONU en su
Declaración de Río (1992), como uno de sus instrumentos para fomentar el
desarrollo ambiental.
Los impuestos pigouvianos buscan
obligar al responsable de contaminar a incluir esta externalidad negativa (el
daño o perjuicio para terceras partes diferentes del comprador y vendedor)
dentro de sus propios costes de producción, a fin de corregir esta distorsión
del mercado: a) haciendo que las empresas contaminantes paguen por lo que
contaminen; b) induciendo a buscar sectores más rentables (esto es, menos
contaminantes) y c) incentivar la búsqueda de tecnologías más limpias para
volver más rentable la actividad económica del contribuyente.
La mecánica de dichos impuestos buscan
que el coste marginal privado (el coste por la producción de cada unidad
adicional a cargo del productor del bien o prestador del servicio), más el
impuesto, termine siendo igual al coste marginal social (el coste que paga la
sociedad – incluido el eventual contribuyente – por producir una unidad
adicional de un bien o servicio). El fundamento de la tributación ambiental es
claro. La contaminación impone costos en la sociedad que no son asumidos por el
agente contaminador. Imponer el tributo a éste garantiza que el productor tenga
en cuenta (“internalice”) esos costos
sociales al momento de decidir qué tanto va a contaminar. Bajo este
presupuesto, un objetivo razonable es reducir la contaminación a un nivel que
equilibre tanto los costos de la contaminación como los beneficios de la
actividad contaminante. Frecuentemente los impuestos resultan siendo mucho más
eficientes que la regulación para lograr dicho objetivo.
En últimas, se trata de medidas
fiscales regulatorias de carácter correctivo (“impuestos incentivo”) para mercados no regulados, cambiando el
comportamiento de los productores y/o consumidores; cuyo diseño en la práctica
enfrenta importantes retos, en cuanto a cuantificar la externalidad (daño
marginal), y muchas veces, en medir objetivamente las emisiones contaminantes
(o elegir un patrón de medición indirecto que permita la tributación). De esta
forma, un eficiente impuesto pigouviano exige partir de la mejor estimación del
daño marginal, y cuando no es posible o práctico gravar directamente la
emisión, debe elegir un equivalente funcional para calificar el hecho
generador.
Bajo esta perspectiva, la finalidad
primordial del impuesto verde, no es necesariamente generar recaudos a favor
del Estado, sin perjuicio de que dichos recursos sean empleados para alcanzar
objetivos ecológicos (destinación que puede ser controversial, pues los
tributos no deben ser necesariamente reinvertidos para fines medioambientales,
de la misma manera que no toda inversión medioambiental debería ser financiada
necesariamente a partir de impuestos verdes), y que los Estados hayan pronto
encontrado las ventajas de usar los tributos ambientales como fuente de
ingresos, tanto directa como indirectamente (compensando una reducción en la base
gravable de otros impuestos tradicionales, como el impuesto a la renta).
Además, este tipo de tributos, junto con el otorgamiento de subsidios para
alternativas menos contaminantes, pueden ser utilizados junto con otros
mecanismos de política medioambiental para reducir las externalidades, tales
como pagos de compensaciones, certificados de emisiones o permisos negociables
de descargas (y otros instrumentos más evolucionados como las emisiones
trading), así como la fijación de estándares tecnológicos y de emisiones.
Los partidarios de los impuestos
ambientales muchas veces afirman que existe un “doble dividendo” (extra fiscalidad) en gravar impositivamente la
contaminación. La idea es seductora: los impuestos ambientales incrementan el
bienestar por partida doble, al desincentivar actividades socialmente
perjudiciales y al reducir la necesidad de incrementar los ingresos fiscales en
otras áreas que afectan la capacidad de generar bienestar. Por ejemplo, los
ingresos derivados de impuestos verdes pueden ser usados para compensar la
disminución del impuesto a la renta sobre ingresos laborales, que podría
perjudicar incentivos en dicho sector. Sin embargo, este argumento no es
irrebatible, pues al gravar el consumo (los impuestos verdes terminan impactando
el costo, aumentando de una u otra manera el precio de venta de ciertos bienes
y servicios) se termina reduciendo la capacidad adquisitiva (y por ende, la
renta líquida) de los contribuyentes.
El empleo de normas legales para
proteger el medio ambiente tiene una larga historia. En el Reino Unido, ya
existía preocupación sobre los efectos nocivos del carbón a mediados del siglo
XII, y la primera legislación medioambiental sobre el tema en ese país data de
1853, con reformas en 1956 y 1968. La primera ley de control de contaminación
del aire en Estados Unidos fue aprobada en 1955 (Mirrlees et al., 2011;
Williams, 2016). Durante los años 80 del siglo XX, y bajo el impulso de entes
como la Comisión Mundial del Medio Ambiente de 1987 (autora del documento Nuestro futuro común, conocido también
como Informe Brundtland) naciones
como Finlandia, Suecia, Alemania, Países Bajos, Dinamarca, Reino Unido, Noruega
e Italia llevaron a cabo reformas fiscales ambientales (mientras que otros,
como Estados Unidos, Bélgica y Suiza introdujeron impuestos verdes mediantes
leyes, pero no como parte de una reforma fiscal integral) que pronto fueron
seguidas por otros países (Oliva et al., 2011; Huesca & López, 2016).
Siguiendo la doctrina de la Unión
Europea, los tributos ambientales suelen clasificarse (Oliva et al., 2011),
según la base imponible, en: 1) impuestos a la energía, que gravan bienes
energéticos como diésel, gasolina, gas natural, electricidad; 2) impuestos al
transporte, que gravan la propiedad o el uso de vehículos motorizados; 3)
impuestos a la contaminación, que recaen sobre las emisiones al aire (impuestos
al carbono o CO2, y sustancias que reducen la capa de ozono), así
como a manejo de residuos, ruido, efluentes y fuentes difusas de polución al
agua (fertilizantes, pesticidas, etc.); y 4) impuestos a los recursos, que
gravan el uso o la extracción de materiales renovables (bosques, agua, etc.) o
no renovables (combustibles fósiles).
Espero que ésta explicación sea útil para ustedes. Mil saludos a todos.
En el evento de requerir asesoría al respecto para un caso específico, estoy disponible en mi sitio web enfasislegal.webnode.com.co o escribirme a mi email: enfasislegal@gmail.com
Comentarios
Publicar un comentario