Precisiones sobre la responsabilidad de los administradores de sociedades (jurisprudencia CSJ, casación civil, 1938 - 2022, casación laboral, 1974 - 2025)
Hola a todos:
En publicaciones anteriores, he abordado el tema de la responsabilidad (civil) de los administradores de sociedades. Ahora, voy a hacer un recuento actualizado y extensivo sobre el tema, acudiendo a la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil (y Laboral, en lo pertinente).
En SC del 5 de marzo de 1940, recordada en SC5430 – 2021, diciembre 7, M.P.: Tejeiro Duque, O.), la Corte sentó su jurisprudencia acerca de la responsabilidad de los profesionales, que puede ser de carácter contractual o extracontractual, emergiendo del principio universal de derecho nemo laederi y comprende y abarca todas las materias concernientes a la actividad humana, e incluye el daño causado en el ejercicio de las denominadas profesiones liberales, que va desde la negligencia grave hasta el acto doloso. En esa dirección, jurisprudencia y doctrina han referido la responsabilidad en que pueden incurrir médicos, abogados, contadores, arquitectos, administradores de sociedades, etc., por incumplimiento de los deberes de las actividades propias de su oficio en esas disciplinas.
En SC del 6 de octubre de 1952 (M.P.: Holguín Lloreda, A.), se dijo que el administrador de una sociedad colectiva que realiza la hipotecación de bienes sociales sin estar expresamente autorizado, extralimita su mandato y el acto es, no simplemente nulo, sino inexistente (citando, SC del 24 de agosto de 1938). Lo expuesto, teniendo como referente el principio básico de que cuando los socios delegan la facultad de administrar, que, si no se hubieren determinado la extensión de los poderes del delegado, se entenderá como simple mandatario y no tendrá otras facultades que las necesarias para ejecutar los actos y contratos comprendidos en el giro ordinario de la sociedad, o que sean necesarios o conducentes al logro de los fines que ésta se hubiera propuesto (Arts. 509 y 527 del antiguo Código de Comercio Terrestre). Y por ser el administrador, en tal caso, un simple mandatario, se le prohíben aquellos actos que naturalmente no autoriza el mandato y que requieren, por tanto, poder especial, entre los cuales figura el hipotecar los bienes sociales (Art. 2158 C.C., y Art. 520, antiguo C. de Co.).
Para aquel caso (en el cual no se discutió la responsabilidad del administrador) se aclaró que cuando una persona sin mandato gestione o administre los bienes de otra, la ley regula especialmente este fenómeno mediante la agencia oficiosa o gestión de negocios ajenos, previendo entre otras cosas (Art. 2308 C.C.), que si el negocio ha sido bien administrado, es decir, con provecho y utilidad para el dueño, éste con provecho y utilidad para el dueño, éste debe cumplir los compromisos que el agente oficios ha contraído en la gestión. Aquí, pues, el dueño queda obligado no por el fenómeno prestado a través del mandatario, sino por disposición de la ley que así lo manda para evitar que el dueño se aproveche sin compensación de la actividad benéfica de otro sobre su propio patrimonio. El agente oficioso solo obliga al interesado ante terceros cuando la gestión redunda en provecho de éste, o ha sido ratificada. En los demás casos, se trata de actos inoponibles al dueño; es decir, de actos que en relación con él son ineficaces e inexistentes. En manera alguna nulos, como quiera que la nulidad, aun la radical, exige un principio de existencia del acto jurídico (SC del 6 de octubre de 1952).
Lustros y décadas después, la Ley 222 de 1995, modificó el Libro II del (actual Código de Comercio), consagrando una sección específica (Sección II, Ley 222) a los administradores. Esa ley inicia definiendo quienes son administradores, entendiéndose como tales, el representante legal, el liquidador, el factor, los miembros de juntas directivas o de consejos directivos, y quienes de acuerdo con los estatutos sociales ejerzan o detenten esas funciones (Art. 22, Ibid.).
Aquí conviene precisar las características de los representantes legales, el primero de los cargos que aparece listado en el Art. 22 Ibid.:
En las sociedades (que son personas jurídicas o morales que, como tales, son una ficción jurídica y no una persona física capaz por sí misma de obligarse, mediante actos, contratos o negocios jurídicos), es una persona (natural o jurídica) quien ejerce su representación legal. Dicho representante legal debe ser elegido por el órgano social o administrativo competente según los estatutos sociales, como la Junta Directiva (en las sociedades anónimas), la Junta de Socios (la sociedad limitada y otras de personas), o la Asamblea General (en sociedades anónimas y las sociedades por acciones simplificadas, SAS, cuando no tienen prevista una Junta Directiva).
El representante legal (bien sea persona natural, o persona jurídica, quien actúa a su vez, de forma inevitable, mediante una persona natural, en cada acto, contrato o negocio jurídico), actúa en nombre de su representado (la sociedad), y lo obliga en cuanto no exceda los parámetros y condiciones de la delegación que se le haya sido confiada, tanto en los estatutos sociales (en los cuales se describen las funciones y facultades del representante legal), como en contratos o acuerdos específicos. Se aclara que uno de los elementos esenciales del contrato de sociedad (la ley requiere que forme parte expresa de su contenido) es el nombre y domicilio de la persona o personas que han de representar legalmente a la sociedad, precisando sus facultades y obligaciones, cuando esta función no corresponda, por la ley o por el contrato, a todos o a algunos de los asociados (Núm. 12, Art. 110, C. de Co., requisitos para la constitución de una sociedad).
Normalmente, el representante legal es el mismo gerente de la empresa, quien lleva tanto la representación legal como la dirección administrativa, operativa y financiera de la empresa, aunque a veces no es así. En todo caso, lo lógico es que, como el gerente tiene como función gerenciar la empresa, es natural que también firme contratos, asuma y cumpla obligaciones de la empresa, exija a terceros los derechos de la compañía, para lo cual se necesita que la represente legalmente.
Lógicamente, el ejercicio de la representación legal por una persona supone un contrato de mandato (Art. 2142 C.C.: el mandato es un contrato en que una persona confía la gestión de uno o más negocios a otra, que se hace cargo de ellos por cuenta y riesgo de la primera. La persona que concede el encargo se llama comitente o mandante, y la que lo acepta apoderado, procurador, y en general mandatario).
Recuérdese que el mandato puede ser gratuito o remunerado. La remuneración es determinada por convención de las partes, antes o después del contrato, por la ley o por el juez (Art. 2143 Ibid.). En la práctica, frente al gerente (como persona contratada, laboralmente o bajo contrato de prestación independiente de servicios), al cumplir la función de representante legal, se entiende que esa función (mandato) forma parte integral de su remuneración.
A este respecto, no han sido pocas las demandas laborales mediante las cuales se pretende demostrar la existencia de un contrato realidad, por el ejercicio cotidiano de la representación legal (muchas veces, con ocasión de la condición adicional de socio de la compañía demandada como presunto empleador). Ejemplos: SL1195 – 2025 (mayo 7, M.P.: Godoy Fajardo, J.); SL656 – 2025, marzo 18, M.P.: Muñoz Segura, A.; en la cual se encontró que, si bien el demandante fue apoderado general de la demandada, ello no significa que no prestó personalmente sus servicios a ella); SL281 – 2025 (febrero 19, M.P.: Prada Sánchez, J.; se declaró la inexistencia del contrato de trabajo, toda vez que se acreditó una relación comercial entre el demandado y la sociedad mercantil de la que hacía parte el actor, quien obraba como su representante legal); SL1993 – 2024 (julio 27, M.P.: Restrepo Ochoa, O.; cuando es el mismo trabajador demandante quien es el representante legal, se puede acreditar la buena fe del empleador frente a las sanciones moratorias previstas en los Arts. 65 C.S.T., y 99, Ley 50 de 1990, pues la demandante, como gerente y representante legal de la empresa, debía estar al tanto de los pagos y obligaciones que debía reconocerse en su calidad de trabajadora); SL1156 – 2024 (mayo 14, M.P.: Restrepo Ochoa, O); SL799 – 2024 (abril 17, M.P.: Dix Ponnefz, D.); SL046 – 2024 (enero 31, M.P.: Prada Sánchez, J.; aquí la demandante era representante legal suplente del empleador); SL3036 – 2023 (diciembre 5, M.P.: Caguasango Villota, D.); SL1253 – 2023 (junio 7, M.P.: Godoy Fajardo, J.; se consideró acreditada la existencia de la relación laboral, pues no se acreditó que la designación de la demandante como representante legal de la unión temporal se hubiera dado con el fin de ejecutar un contrato prestación de servicios, toda vez, que si bien hacía parte del Comité de Dirección, con voz y voto y, en ejercicio de su cargo contaba con amplias facultades, también lo es que no gozaba de autonomía absoluta, pues su actuar estaba subordinado a las determinaciones de dicho órgano directivo, en el que tampoco actuaba con total autonomía porque, debía existir aprobación unánime de todos los miembros para tomar cualquier decisión).
Siguiendo con tales ejemplos: SL4177 – 2022 (noviembre 28, M.P.: Durán Ujueta, C.; se consideró demostrada la existencia de una relación subordinada de trabajo, pues de las pruebas aportadas, como los correos electrónicos, se observaba que realmente el demandante fue integrado en la organización de la empresa, al punto que llegó a formar parte del engranaje empresarial y ejercía funciones de dirección; que no obstante se dio un contrato de consultoría y asesoría con la firma de la cual el actor era representante legal, no se advirtió que utilizara su propia estructura para el desarrollo de las labores); SL4080 – 2022 (noviembre 21, M.P.: Brito Cuadrado, S.; se consideró dada la relación laboral al establecer la ausencia de subordinación para el desarrollo de las funciones como representante legal, puesto que de los interrogatorio de parte se estableció que la demandante no recibió instrucciones u órdenes de trabajo por parte de la demandada para desarrollar sus actividades); SL354 – 2022 (febrero 16, M.P.: Prada Sánchez, J.; declarando la improcedencia de la indemnización moratoria cuando concurre la calidad de empleado y socio, pues las facultades de las que estaba provisto el empleado-socio le daban la posibilidad de incidir en decisiones de índole administrativo y de gestión que corresponden a los órganos ejecutivos de la empresa, de allí que ello supone el conocimiento del estado financiero de la empresa y de las estrategias adoptadas para mejorarlo. También, improcedencia de la indemnización por despido sin justa causa, pues se acreditó que el demandante dejó de fungir como gerente y representante legal desde el momento en que enajenó su participación en la sociedad, ya que consideró que, al transferir su porción de la compañía, cesaba su rol de administrador; tal escenario está lejos de significar un despido).
Se sigue: SL4459 – 2021 (septiembre 28, M.P.: Merchán Calderón, O.; se encontró acreditada la buena fe del empleador, ya que el trabajador al fungir como gerente, por el ejercicio de sus funciones, recaía en él como representante legal de la empresa, asumir todas las acciones tendientes a cumplir con el deber de sufragar las cotizaciones del personal vinculado a la entidad, entre ellas, las propias y que la falta de pago de los emolumentos laborales también obedecía a su negligencia y desidia); SL2533 – 2020. mayo 19, M.P.: Caguasango Villota, D.; se consideró que la demandante no desempeñó funciones distintas a las de representante legal, por lo que no le asistía el derecho a la nivelación salarial con el cargo de presidente y a la vez representante legal de la asociación demandada, pues no desempeñó las mismas funciones ni en las mismas condiciones ya que al no ser designada vicepresidente de la junta directiva, por no ser miembro de esta, en ausencia del titular solo podía fungir como suplente del representante legal pero no como presidente); SL1949 – 2019, junio 5, M.P.: Beltrán Quintero, M.; se estimó improcedente la condena por honorarios pues del análisis de las pruebas se concluyó que el actor ejerció las actividades de publicidad a través de la sociedad demandada en calidad de representante legal y no como persona natural en el marco de un contrato de prestación de servicios profesionales).
Otras más: SL1058 – 2019 (marzo 27, M.P.: Godoy Fajardo, J., y Prada Sánchez, J.; la indemnización moratoria no es viable cuando el trabajador tiene la calidad de representante legal o gerente, ya que dentro de sus obligaciones generales están la debida diligencia, que conlleva velar por la fijación oportuna del salario y demás acreencias laborales); SL5630 – 2018 (noviembre 21, M.P.: Dix Ponnefz, D.; se consideró no acreditada la relación laboral debido a que la actividad se desarrolló de forma autónoma e independiente, prestándose un servicio personal en condición de gerente y representante legal, lo que comportaba la ejecución de un acto propio o representación que dejaba en evidencia la ausencia de subordinación jurídica. La circunstancia de que en el reglamento de trabajo se hubiere establecido el orden jerárquico en el que el cargo ocupado por el actor que era el de gerente estuviera sobre los directores de división y jefes de sección, pero a su vez, sometido a la junta directiva no significa o presume la existencia de la subordinación jurídica propia del contrato de trabajo); SL1939 – 2018 (mayo 30, M.P.: Dix Ponnefz, D.; el trabajador accedió a desarrollar las funciones propia del gerente y representante legal sin ánimo de lucro); SL del 28 de febrero de 2012 (M.P.: Echeverri Bueno, R.; se acreditó la buena fe del empleador por tener el convencimiento de haber pactado un salario integral entre las partes, sumado a que el demandante era el representante legal y guardo silencio sobre su salario); SL del 27 de abril de 2010 (M.P.: López Villegas, E.; se consideró improcedente la nivelación salarial por no acreditarse que el demandante hubiese desempeñado el cargo de gerente titular y representante legal de la empresa demandada); SL del 5 de junio de 1990 (M.P.: Zúñiga Valverde, R.; acción de reintegro del gerente y representante legal); SL del 22 de enero de 1974 (M.P.: Gaviria Salazar; el demandante actuó como representante legal de una sociedad en todos los negocios que ataron a las partes, y no a título personal).
De manera análoga a lo que sucede con las sociedades comerciales, la representación legal ha sido tema de discusión en las demandas promovidas por administradores de propiedades horizontales. Por ejemplo, SL del 15 de julio de 2008 (M.P.: Cuello Calderón, E.; se declaró la inexistencia de una relación laboral debido a que se trató de un contrato de prestación de servicios, pues la demandante obró con tal convicción durante el tiempo en que estuvo vinculada al condominio en la condición de representante legal de la copropiedad, cuyos honorarios eran pactados, nunca se efectuó a su favor el pago de prestaciones sociales, la actividad personal se presentaba de manera independiente y no existía el elemento de la subordinación. Si se estima que el contrato es de trabajo en calidad de representante legal de un condominio cuando sus funciones son el control de la gestión administrativa y la legalidad de los diferentes contratos, debe hacerlo saber oportunamente a la Justa Administradora o en su defecto a la Asamblea General de Copropietarios y no esperar a su desvinculación para invocar la relación laboral, pues en condición de profesional en el área de las ciencias económicas, tiene la obligación moral y lógica de aclarar y dar a conocer cualquier irregularidad en su vinculación).
Ahora, volviendo al contrato de mandato del Código Civil, el encargo que es objeto del mandato puede hacerse por escritura pública o privada, por cartas, verbalmente o de cualquier otro modo inteligible, y aún por la aquiescencia tácita de una persona a la gestión de sus negocios por otra (Art. 2149 C.C.). El contrato de mandato se reputa perfecto por la aceptación del mandatario, aceptación que puede ser expresa o tácita (lo último, todo acto de ejecución del mandato). Aceptado el mandato no podrá disolverse el contrato sino por mutua voluntad de las partes (Art. 2150, Ejúsdem).
Puede haber uno o más mandantes, y uno o más mandatarios (Art. 2152 C.C.), lo cual, en el marco de la representación legal de empresas, permite que existan representantes legales principales y suplentes. Si el mandato comprende uno o más negocios especialmente determinados, se llama especial; si se da para todos los negocios del mandante, es general; y lo será igualmente si se da para todos, con una o más excepciones determinadas (Art. 2156 Ibid.). El representante legal de una sociedad es, como regla, el mandatario general de la sociedad, salvo las restricciones particulares sentadas en los estatutos o por los mismos órganos superiores (Junta Directiva, Asamblea General, Junta de Socios) para casos específicos.
El mandatario se ceñirá rigurosamente a los términos del mandato, fuera de los casos en que las leyes le autoricen a obrar de otro modo (Art. 2157 C.C.). El mandato no confiere naturalmente al mandatario más que el poder de efectuar los actos de administración, como son pagar las deudas y cobrar los créditos del mandante, perteneciendo unos y otros al giro administrativo ordinario; perseguir en juicio a los deudores, intentar las acciones posesorias e interrumpir las prescripciones, en lo tocante a dicho giro; contratar las reparaciones de las cosas que administra, y comprar los materiales necesarios para el cultivo o beneficio de las tierras, minas, fábricas u otros objetos de industria que se le hayan encomendado. Para todos los actos que salgan de estos límites, necesitará de poder especial (Art. 2158 Ibid.). Cuando se da al mandatario la facultad de obrar del modo que más conveniente le parezca, no por eso se entenderá autorizado para alterar la sustancia del mandato, ni para los actos que exigen poderes o cláusulas especiales. Por la cláusula de libre administración se entenderá solamente que el mandatario tiene la facultad de ejecutar aquellos actos que las leyes designan como autorizados por dicha cláusula (Art. 2159 Ejúsdem). La recta ejecución del mandato comprende no sólo la sustancia del negocio encomendado, sino los medios por los cuales el mandante ha querido que se lleve a cabo. Se podrán, sin embargo, emplear medios equivalentes, si la necesidad obligare a ello, y se obtuviere completamente de ese modo el objeto del mandato (Art. 2130 Ibid.). Estas y otras reglas (como la abstención de cumplir el mandato cuya ejecución sea manifiestamente perniciosa al mandante, Art. 2175; responsabilidad por extralimitación del mandato, Art. 2180; obligación de rendir cuentas, Art. 2181) regulan la administración del mandato (Arts. 2157 a 2183 C.C.), aplicables a la representación legal y a los actos de administración ínsitos en el mandato civil.
En cuanto a su responsabilidad, el mandatario responde hasta de la culpa leve en el cumplimiento de su encargo. Esta responsabilidad recae más estrictamente sobre el mandatario remunerado. Por el contrario, si el mandatario ha manifestado repugnancia al encargo, y se ha visto en cierto modo forzado a aceptarlo, cediendo a las instancias del mandante, será menos estricta la responsabilidad que sobre él recaiga (Art. 2125 Ibid.). Ello, sin perjuicio del régimen especial de responsabilidad del representante legal (en sí, mandatario) como administrador, previsto por el Art. 23 de la Ley 222 de 1995, como más adelante se explicará.
Por último, la jurisprudencia civil ha reconocido que los administradores de haciendas, más allá de una relación laboral o independiente de servicios, pueden llegar a ser mandatarios. En SC del 3 de octubre de 1939 (M.P.: Lequerica Vélez, F.), se habló del tema en estos términos: en la legislación francesa el contrato de mandato es esencialmente representativo, a diferencia de la colombiana que tiene sobre el punto una concepción más amplia y generosa al diferenciarlo de la procuración y del arrendamiento de servicios (hoy, contrato laboral o de prestación independiente de servicios). La legislación colombiana, en vez de actos, alude a negocios encomendados a otra persona. En el mandato civil el apoderado actúa por cuenta y riesgo de su mandante, que le ha confiado la gestión de uno o más negocios, y viene a ser, por esa circunstancia, un simple intermediario u órgano de la voluntad del mandante, pero no parte contratante. En el derecho colombiano el mandato no es esencialmente representativo, como en el francés, y dentro de su configuración caben tanto el mandato ostensible como el oculto, celebrado por interposición de personas, en todas sus formas lícitas (Art. 2177, C.C.).
Hay diferencias esenciales entre el mandato y el arrendamiento (o prestación) de servicios. El mandatario, en cualquier forma que actúe, obra por cuenta y riesgo de su comitente, lo representa de manera ostensible u oculta y para éste, son los beneficios derivados de los contratos o negocios que realice; en una palabra, obra jurídicamente en lugar del mandante y contrata para él, como si éste directamente realizara los actos jurídicos o negocios celebrados a su nombre. El mandatario obra con su voluntad, contribuye con ella y vincula al mandante. En el arrendamiento de servicios quien los presta no realiza ningún acto jurídico a favor del patrono (empleador), ni tiene facultad legal para representarlo y obligarlo. Se limita a ejercer un oficio o profesión, o a ejecutar un trabajo en su propio nombre, aunque todo el resultado se traduzca en exclusivo beneficio de su patrono. Estas dos clases de convenciones se distinguen en lo tocante a la formación del contrato, o a los deberes del que presta el servicio o gestión, a la calidad del honorario o sueldo y a su reglamentación legal. Además, el mandato puede ser en ocasiones gratuito, en tanto que el arrendamiento de servicios es oneroso. Así las cosas, no siempre son idénticas las funciones que desempeña un administrador o mayordomo de una hacienda destinada a la explotación industrial o agrícola. Es muy posible que en algunos casos tales mayordomos tengan sus atribuciones y su labor estrictamente limitadas a los menesteres secundarios y a funciones constantemente subordinadas a las instrucciones y a las órdenes del propietario, en cuyo caso es indudable que no podrían ser considerados como apoderados o mandatarios de los dueños, sino como empleados contratados para determinadas labores o para trabajos que deben ejecutar en su propio nombre, pero sin facultad legal para representarlos o para celebrar negocios por su cuenta y riesgo. pero hay casos muy numerosos en que el mayordomo o administrador de una hacienda no tiene limitado a tan subordinadas actividades su trabajo, sino que éstas se dirigen a la supervigilancia constante de la producción industrial o agrícola de la finca, a la conservación de ésta; a la organización de los trabajos mediante el enganche y pago de trabajadores, a la ordenación y selección de las siembras, reparación y adquisición de implementos de labor, cuidado y compra de animales, venta de los frutos, etc.; en este segundo caso hay que convenir en que el mayordomo o administrador no es simplemente un empleado o factor de la empresa comercial o agrícola, sino un verdadero mandatario (SC del 3 de octubre de 1939).
En cuanto a las atribuciones y facultades de los administradores, en SC del 14 de agosto de 1943 (M.P.: Cepeda, I.), se había dicho que por razón de su propia naturaleza existe en nuestra legislación diferencia entre las facultades o atribuciones que tienen los gerentes, gestores o administradores de una sociedad colectiva y los de una sociedad anónima. En efecto, en las sociedades colectivas cada uno de los socios encargados de la administración y el uso de la razón social puede hacer válidamente, según el antiguo Art. 512 del Código de Comercio Terrestre, todos los actos y contratos comprendidos en el giro ordinario de la sociedad, o que sean necesarios o conducentes al logro de los fines que ésta se hubiere propuesto, a menos que hayan sido, por el pacto social, restringidas sus facultades. De consiguiente, si en el extracto de la escritura social que debe registrarse y publicarse no se advierte que las facultades de los administradores están limitadas en tal o cual sentido, es claro y lógico que esas limitaciones no son oponibles a los terceros que contratan con la sociedad, quienes pueden acogerse a lo dispuesto en el citado Art. 512, y considerar que la sociedad está administrada de acuerdo con las normas generales y ordinarias que señala la ley.
Otra cosa sucede en las sociedades anónimas: en efecto, en lo tocante a éstas, para aquella época (anterior al Código de Comercio que hoy nos rige) debe indicarse en la respectiva escritura de constitución, el modo de la administración, las atribuciones de los administradores y las facultades que se reserve la asamblea general de accionistas, y es sabido que las facultades de los directores o gerentes de toda sociedad anónima bien organizada, están limitadas, no solo por las disposiciones y resoluciones de la asamblea general de accionistas, sino también por las de la respectiva junta directiva, de tal modo que los gerentes vienen a ser tan solo los ejecutores de las órdenes de aquellas entidades; pero la ley no ordena que en el extracto de la escritura social se indiquen las facultades de los gerentes; es claro que los terceros que contraten con la sociedad deben enterarse previamente de los estatutos que la rigen, si quieren conocer a fondo y en cada caso particular las atribuciones de los administradores. No niega la Sala de la época que sea muy conveniente la práctica, en tratándose de sociedades anónimas, de publicar, mediante la inserción en el extracto de la escritura social, las limitaciones que los estatutos contengan respecto de las facultades del gerente; sobre todo para evitar que gerentes poco honorables o escrupulosos en el cumplimiento de las prescripciones estatutarias, abusen de las facultades que éstas les conceden, o dejen de cumplir algunos de los requisitos que señalan, en perjuicio de terceros; pero no exigiendo la ley, como no exige la nuestra, que se llenen esas formalidades, no es posible aceptar que se viole precepto legal alguno al no hacerlo. Por otro lado, los mismos doctrinantes hablan de la cuestión como medida útil y provechosa, pero (en aquella época) no impuesta por la ley (SC del 14 de agosto de 1943).
El actual Art. 110 C. de Co., en su Núm. 12, obliga a expresar en la escritura pública (o documento privado, cuando corresponda) de la sociedad, el nombre y domicilio de la persona o personas que han de representar legalmente a la sociedad, precisando sus facultades y obligaciones, cuando esta función no corresponda, por la ley o por el contrato, a todos o a algunos de los asociados. El Art. 114 advierte que cuando en la misma escritura social no se determinen las facultades de los administradores de las sucursales, deberá otorgarse un poder por escritura pública, que se registrará en la cámara de comercio correspondiente a los lugares de las sucursales. A falta de dicho poder se entenderá que tales administradores están facultados, como los administradores de la principal, para obligar a la sociedad en desarrollo de todos los negocios sociales.
Para las sociedades mercantiles (quienes, como personas jurídicas, tienen existencia y personería jurídica distinta de la de sus asociados, para lo cual requiere actuar mediante un representante legal), la representación legal se acredita mediante el certificado de existencia y representación de la sociedad, siendo obligatoria la inscripción en el registro mercantil de la designación de representantes legales y liquidadores, así como su remoción (Núm. 9, Art. 28, C. de Co.).
En cuanto a sus funciones y limitaciones, el Art. 196 Ibid., establece que la representación de la sociedad y la administración de sus bienes y negocios se ajustarán a las estipulaciones del contrato social, conforme al régimen de cada tipo de sociedad. A falta de estipulaciones, se entenderá que las personas que representan a la sociedad podrán celebrar o ejecutar todos los actos y contratos comprendidos dentro del objeto social o que se relacionen directamente con la existencia y el funcionamiento de la sociedad. Las limitaciones o restricciones de las facultades anteriores que no consten expresamente en el contrato social inscrito en el registro mercantil no serán oponibles a terceros.
Reza el Art. 198 Ejúsdem, que cuando las funciones indicadas en el Art. 196 no correspondan por ley a determinada clase de socios, los encargados de dichas funciones (representantes legales o administradores) serán elegidos por la asamblea o por la junta de socios, con sujeción a lo prescrito en las leyes y en el contrato social. La elección podrá delegarse por disposición expresa de los estatutos en juntas directivas elegidas por la asamblea general. Las elecciones se harán para los períodos determinados en los estatutos, sin perjuicio de que los nombramientos sean revocados libremente en cualquier tiempo. Se tendrán por no escritas las cláusulas del contrato que tiendan a establecer la inamovilidad de los administradores elegidos por la asamblea general, junta de socios o por juntas directivas, o que exijan para la remoción mayorías especiales distintas de las comunes.
Lo previsto en los Inc. 2º (periodos estatutarios para los administradores y remoción en cualquier tiempo) y 3º (ineficacia, de pleno derecho, de las cláusulas sociales contrarias al Art. 198) se aplicará respecto de los miembros de las juntas directivas, revisores fiscales y demás funcionarios elegidos por la asamblea, o por la junta de socios (Art. 199, Ibid.). Las sanciones impuestas a los administradores por delitos, contravenciones u otras infracciones en que incurran no les darán acción alguna contra la sociedad (Art. 201, Ejúsdem). Finaliza el Capítulo VII (administradores), advirtiendo que, en las sociedades por acciones, ninguna persona podrá ser designada ni ejercer, en forma simultánea, un cargo directivo en más de cinco juntas, siempre que los hubiere aceptado. Lo dispuesto en este artículo se aplicará también cuando se trate de sociedades matrices y sus subordinadas, o de estas entre sí (Art. 202, Ibid.).
La designación o revocación de los administradores o de los revisores fiscales previstas en la ley o en el contrato social no se considerará como reforma, sino como desarrollo o ejecución del contrato, y no estará sujeta sino a simple registro en la cámara de comercio, mediante copias del acta o acuerdo en que conste la designación o la revocación. Las cámaras se abstendrán, no obstante, de hacer la inscripción de la designación o revocación cuando no se hayan observado respecto de las mismas sociedades las prescripciones de la ley o del contrato. La revocación o reemplazo de los funcionarios a que se refiere este artículo se hará con el quórum y la mayoría de los votos, prescritos en la ley o en el contrato para su designación (Art. 163, Ejúsdem).
Volviendo a la Ley 222 de 1995, su Art. 23 estableció los deberes de los administradores, consagrando que deben obrar de buena fe, con lealtad y con la diligencia de un buen hombre de negocios. Sus actuaciones se cumplirán en interés de la sociedad, teniendo en cuenta los intereses de sus asociados.
En el cumplimiento de su función, los administradores deberán: (a) Realizar los esfuerzos conducentes al adecuado desarrollo del objeto social. (b) Velar por el estricto cumplimiento de las disposiciones legales o estatutarias. (c) Velar porque se permita la adecuada realización de las funciones encomendadas a la revisoría fiscal. (d) Guardar y proteger la reserva comercial e industrial de la sociedad. (e) Abstenerse de utilizar indebidamente información privilegiada. (f) Dar un trato equitativo a todos los socios y respetar el ejercicio del derecho de inspección de todos ellos. (g) Abstenerse de participar por sí o por interpuesta persona en interés personal o de terceros, en actividades que impliquen competencia con la sociedad o en actos respecto de los cuales exista conflicto de intereses, salvo autorización expresa de la junta de socios o asamblea general de accionistas. En estos casos, el administrador suministrará al órgano social correspondiente toda la información que sea relevante para la toma de la decisión. De la respectiva determinación deberá excluirse el voto del administrador, si fuere socio. En todo caso, la autorización de la junta de socios o asamblea general de accionistas sólo podrá otorgarse cuando el acto no perjudique los intereses de la sociedad (Art. 23, Ley 222 de 1995).
A continuación, el Art. 24 Ejúsdem, modificó el Art. 200 C. de Co., consagrando un régimen especial de responsabilidad de los administradores. El nuevo texto quedó así: Los administradores responderán solidaria e ilimitadamente de los perjuicios que por dolo o culpa ocasionen a la sociedad, a los socios o a terceros. No estarán sujetos a dicha responsabilidad, quienes no hayan tenido conocimiento de la acción u omisión o hayan votado en contra, siempre y cuando no la ejecuten (Inc. 1, Art. 24). Esta modificación es importante porque consagra una responsabilidad solidaria e ilimitada (en el texto original del Art. 200 C. de Co., no existía esa aclaración).
Este inciso 1º, tiene los siguientes matices: (a) consagra responsabilidad solidaria e ilimitada de los perjuicios que por culpa o dolo (que equivale a la culpa en materia civil) ocasionen a la sociedad (a la cual prestan sus servicios y/o representan), a los socios (como asociados de la misma sociedad), o a terceros. Ello implica que la responsabilidad de los administradores puede ser contractual (frente a la sociedad y sus socios, como contratantes indirectos, o beneficiarios finales de la contratación), o extracontractual (frente a los terceros, quienes carecen de vinculación contractual con el administrador, y por ende, carecen de tal título de imputación); (b) se excluye de responsabilidad, a los administradores que no hayan tenido conocimiento del acto antijurídico (la acción u omisión), o que hayan votado en contra (no en blanco) de la decisión (caso típico de los miembros de Junta Directiva, Consejo Directivo u otros entes colegiados, en los cuales las decisiones se toman por votación), siempre y cuando no la ejecuten (lo que constituye una ratificación o ejecución tácita del acto antijurídico).
Continuando con el Inc. 2º, el Art. 24 prescribe que, en los casos de incumplimiento o extralimitación de sus funciones, violación de la ley o de los estatutos, se presumirá la culpa del administrador. De igual manera se presumirá la culpa cuando los administradores hayan propuesto o ejecutado la decisión sobre distribución de utilidades en contravención a lo prescrito en el Art. 151 C. de Co., y demás normas sobre la materia. En estos casos el administrador responderá por las sumas dejadas de repartir o distribuidas en exceso y por los perjuicios a que haya lugar.
Los matices de este Inc. 2º: (a) el régimen de responsabilidad civil (contractual en general, y extracontractual por excepción) de los administradores sociales es como regla general, de culpa presunta y no de culpa probada (por lo cual, para exonerarse de responsabilidad, el administrador debe demostrar que actuó con la diligencia suficiente para impedir el acto antijurídico). (b) Este régimen de culpa presunta está claramente previsto para los casos de incumplimiento o extralimitación de funciones, de violación de la ley o de los estatutos, o de haber propuesto o ejecutado la decisión sobre distribución de utilidades en contravención al Art. 151 C. de Co. Ello implica que el demandante (la sociedad, los socios o terceros) deben demostrar que la conducta antijurídica imputable al administrador, se encuadre en alguno de esos supuestos, para activar el régimen de culpa presunta en contra del administrador.
Yendo ahora al Inc. 3º del Art. 24, Ley 222; se tiene lo siguiente: si el administrador es persona jurídica, la responsabilidad respectiva será de ella y de quien actúe como su representante legal. Se tendrán por no escritas las cláusulas del contrato social que tiendan a absolver a los administradores de las responsabilidades ante dichas o a limitarlas al importe de las cauciones que hayan prestado para ejercer sus cargos (ese texto es idéntico al original del antiguo Inc. 2º del Art. 200 C. de Co.).
Sus implicaciones: (a) se ratifica que los administradores (incluyendo a los representantes legales) pueden ser personas físicas o jurídicas (estableciendo para este último caso, responsabilidad, solidaria al ser de carácter mercantil, de la persona moral y de su representante legal). (b) el régimen de responsabilidad de los administradores es de orden público y con carácter de normas imperativas (teniendo por no escritas las cláusulas de los estatutos que exoneren o limiten la responsabilidad de los administradores).
Nótese en este punto que la responsabilidad de los administradores, por disposición del Art. 23 de la Ley 222 de 1995, es el de un buen hombre de negocios (por lo cual, armonizándola con las reglas generales del mandato, se puede considerar que dicha responsabilidad, se equipara en materia contractual, a la culpa leve, al tener este referente, superior al del buen padre de familia en materia civil, para la culpa lata o grave).
Finaliza la regulación especial de la Ley 222 de 1995 respecto de los administradores, hablando de la acción social de responsabilidad (Art. 25, Id.). Reza esta norma que la acción social de responsabilidad contra los administradores corresponde a la compañía, previa decisión de la asamblea general o de la junta de socios, que podrá ser adoptada, aunque no conste en el orden del día. En este caso, la convocatoria podrá realizarse por un número de socios que represente por lo menos el 20% de las acciones, cuotas o partes de interés en que se halle dividido el capital social. La decisión se tomará por la mitad más una de las acciones, cuotas o partes de interés representadas en la reunión e implicará la remoción del administrador. Sin embargo, cuando adoptada la decisión por la asamblea o junta de socios, no se inicie la acción social de responsabilidad dentro de los tres meses siguientes, ésta podrá ser ejercida por cualquier administrador, el revisor fiscal o por cualquiera de los socios en interés de la sociedad. En este caso los acreedores que representen por lo menos el 50% del pasivo externo de la sociedad podrán ejercer la acción social siempre y cuando el patrimonio de la sociedad no sea suficiente para satisfacer sus créditos. Lo dispuesto en este Art. 25 se entenderá sin perjuicio de los derechos individuales que correspondan a los socios y a terceros.
Los matices de este Art. 25: (a) la acción social de responsabilidad contra los administradores corresponde a la sociedad, previa decisión del máximo órgano social (Asamblea General o Junta de Socios), que puede ser adoptada, aunque no conste en el orden del día (es decir, bien sea en sesión ordinaria, extraordinaria o por derecho propio). Para la convocatoria para decidir sobre la acción de responsabilidad social, se requiere de la iniciativa de los socios que representen al menos el 20% del capital social. La decisión se debe tomar por la mitad más una de las acciones, cuotas o partes de interés representadas en la reunión (es decir, las acciones, cuotas o partes de interés presentes en ella, personalmente o mediante representante legal o apoderado). (b) tomada válidamente la decisión de instaurar la acción social de responsabilidad, debe ser instaurada por el representante legal de la sociedad (quien será una persona distinta del administrador demandado, pues la decisión de demandar implica su remoción). Pero si pasan 3 meses, contados a partir de la fecha de la sesión del máximo órgano social, sin que se instaure dicha acción, cualquier administrador, el revisor fiscal o por cualquiera de los socios en interés de la sociedad (sin que ello implique que deba actuar como agente oficioso, lo que le obligaría a obtener la ratificación del acto por la sociedad).
Otras implicaciones: (c) Los acreedores de la sociedad (quienes, como terceros, carecen de una vinculación contractual con el administrador, sino con la sociedad, razón por la cual podría decirse que su título de imputación es de responsabilidad extracontractual; (d) en ese caso, están legitimados para demandar siempre y cuando, representen al menos el 50% del pasivo externo de la sociedad, y además, que el patrimonio social no sea suficiente para satisfacer sus créditos (es decir, al menos ese 50% del pasivo externo). (d) lo dispuesto en este Art. 25 se entenderá sin perjuicio de los derechos individuales que correspondan a los socios y a terceros, lo que implica que otros terceros pueden incoar acciones por responsabilidad, distinta de la acción social a que se refiere el Art. 25 de la Ley 222 de 1995 (acciones, cuyo régimen es de responsabilidad extracontractual, con lo que ello implica, a nivel, notoriamente, de la prescripción extintiva).
Este punto de la prescripción extintiva (y su relación, con el carácter de la responsabilidad de los administradores, como una modalidad típicamente contractual por regla general y por excepción, extracontractual), es clave para caracterizar a la acción social de responsabilidad, siendo claro que las acciones penales, civiles y administrativas derivadas del incumplimiento de las obligaciones o de la violación a lo previsto en el Libro Segundo del Código de Comercio y en esta ley, prescribirán en cinco años, salvo que en ésta se haya señalado expresamente otra cosa (Art. 235, Ley 222).
Nótese aquí que el Art. 235 establece una prescripción extintiva especial para el incumplimiento de las obligaciones (se sobreentiende, de los administradores), o de la violación de lo previsto en el Libro II del C. de Co., y de la misma Ley 222 de 1995, de cinco (5) años, que deberán entenderse, armonizando con el Art. 2535 C.C., desde que la obligación (de indemnizar) se hizo exigible (lo cual, aplicado a la conducta antijurídica, deberá entenderse como la fecha en que se cometió o se dejó de cometer el acto antijurídico dañoso).
Además, ese régimen especial de prescripción extintiva aplica, como lo dice el mismo Art. 235 Ibid., al incumplimiento de las obligaciones o la violación de lo previsto en el Libro II del C. de Co. (de las sociedades comerciales). Ese Libro Segundo contiene normas generales y específicas sobre el contrato social, que afectan, no solo a los administradores, sino también a los mismos socios de la sociedad (tanto regulares, como irregulares e incluso, sociedades de hecho).
Agréguese que por expresa remisión del Art. 27 de la Ley 1258 de 2008, a los administradores de la S.A.S., les son aplicables las reglas de la Ley 222 de 1995, agregando que las personas naturales o jurídicas que, sin ser administradores de una sociedad por acciones simplificada, se inmiscuyan en una actividad positiva de gestión, administración o dirección de la sociedad, incurrirán en las mismas responsabilidades y sanciones aplicables a los administradores (Parágrafo Único, Art. 27).
Surtidas todas las anteriores explicaciones, veamos lo que ha dicho la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia con respecto a la responsabilidad de los administradores.
Una de las primeras veces que se discute expresamente el tema es en SC del 30 de marzo de 2005 (M.P.: Arrubla Páucar, J.). En dicha sentencia (cuyos hechos se remitían al texto original del Art. 200 C. de Co.), se señaló que el antiguo Art. 200 (vigente por la época de ocurrencia de los hechos materia de aquel proceso), consagraba la responsabilidad de los administradores de las sociedades comerciales, por los daños que con sus actuaciones dolosas o culposas, ocasionaran a la persona jurídica, a los asociados o a terceros, adoptando en la materia los principios generales sobre los cuales se asienta la responsabilidad en el derecho común.
Tal regla, común a toda forma asociativa, fue preservada por el Art. 24, Ley 222 de 1995, modificatorio de la referida disposición, al estatuir que los administradores responderán solidaria e ilimitadamente de los perjuicios que por dolo o culpa ocasionen a la sociedad, a los socios o a terceros, régimen que introdujo la vinculación in solidum allí referida, en el caso de administración colegiada de la empresa social, liberando de la responsabilidad así instituida a los administradores que no hubieren tenido conocimiento de la acción u omisión o hayan votado en contra, siempre y cuando no la ejecuten. Resultaba así que, al margen de la responsabilidad que a la persona jurídica podía corresponderle por los actos ejecutados por sus administradores, en el marco de sus atribuciones legales o estatutarias, también éstos podían ver comprometida su responsabilidad personal frente a la misma sociedad, los socios o terceros, tal y como ocurre bajo el régimen actual, cuando su obrar culpable, intencionado o no, se constituía en fuente de lesión de un derecho del cual fueren titulares aquellos. De acuerdo con los principios generales que gobiernan el régimen de la responsabilidad civil, el surgimiento de la obligación indemnizatoria a cargo de los administradores del ente social, es decir, de quienes tuvieren a su cargo la representación y el manejo de sus bienes y negocios, sea que desarrollaran funciones de representación de la sociedad o solamente de gestión, estaba supeditado a que incurrieran en una acción u omisión dolosa o culposa, y que de ese comportamiento se derivara un daño para uno de los sujetos mencionados, es decir, que entre su conducta y el perjuicio ocasionado existiese una relación de causalidad adecuada, responsabilidad que debía y debe deducirse dentro del marco de la responsabilidad civil extracontractual, cuando el sujeto damnificado con la actuación del administrador de la empresa social es un tercero.
Como lo precisó la Corte en SC del 19 de febrero de 1999, en el caso de un acreedor de una sociedad comercial (tercero), que pretendió de sus administradores el resarcimiento del daño irrogado por su conducta dolosa, el Art. 200 C. de Co., tanto en su texto primitivo, como después de la modificación introducida por el Art. 24 Ley 222 de 1995, entre otros supuestos que no necesitan ahora de comentario especial, consagra a favor de los acreedores de una sociedad mercantil, cuando los derechos de los que son titulares resulten lesionados como consecuencia de la actuación dolosa simplemente culposa de los administradores y representantes de la compañía, un recurso complementario que les permite a los primeros dirigirse en acción individual de reparación de daños contra los segundos, sean estos personas naturales o entidades moralmente personificadas, para obtener la indemnización de los perjuicios así ocasionados, recurso que como es bien sabido, tiene su fundamento último en el Art. 2341 C.C., pues el sentido del Art. 200 del C. de Co., no es otro distinto, al hacer explícita la regla en referencia, que el otorgar a los susodichos acreedores un medio de protección directa cuya utilización, desde luego, no excluye la responsabilidad orgánica de naturaleza contractual que pueda predicarse de la sociedad deudora, lo cual, valga advertirlo, no quiere significar en manera alguna que gracias a la disposición comentada, pueda entonces obtenerse doble indemnización para un único daño, sino que en su caso el acreedor perjudicado dispone de dos vías posibles de reclamación apoyadas en sus respectivos títulos, y si la sociedad en cuestión llega a verse forzada a pagar mediando malicia, negligencia no intencionada o simple imprudencia de sus administradores, le queda la posibilidad de resarcirse haciendo uso de la acción social de responsabilidad contra ellos que asimismo instituye el Art. 200 C. de Co.
En SC del 30 de marzo de 2005, no se demostró la omisión de conducta atribuida al administrador del ente social, presupuesto requerido, en principio, en el régimen general de la responsabilidad civil, en cuyos lineamientos estaba inspirado, como atrás se anotó, el régimen de responsabilidad de los administradores contemplado en el original Art. 200 C. de Co. (que no consagra el nuevo régimen de presunción de culpa del Art. 24, Inc. 3º, Ley 222 de 1995), y tal elemento (la culpabilidad de su obrar), no puede presumirse con apoyo en lo prescrito por el Art. 24, Inc. 3º, Ley 222 de 1995, modificatorio de aquél precepto, en el cual se consagran algunas presunciones de culpa para los administradores, como ocurre en los casos de incumplimiento de sus funciones, fundamentalmente porque la vigencia de tal estatuto es posterior a la del acaecimiento de los hechos discutidos, amén de que si quien invoca el abandono de esas funciones como fuente de responsabilidad del administrador, debe en todo caso demostrarla, y por lo mismo, no se trataría de una verdadera presunción de culpa, como la doctrina lo discute hoy, la pretensión indemnizatoria deducida en su contra no podía de ningún modo fructificar, situación de la cual adviene la intrascendencia preconizada en relación con el error probatorio cometido por el sentenciador, dado que, así no hubiere existido, la solución del litigio en este específico aspecto no podría ser distinta de la que a la sazón adoptó, atendido el entorno probatorio del litigio (esto es, de desestimar las pretensiones).
Si bien en SC del 15 de diciembre de 2006 (M.P.: Arrubla Páucar, J.) se habló sobre la interpretación de una cláusula que regulaba la vigencia y los amparos otorgados en un contrato de seguro de responsabilidad civil de los administradores (temática que se volvió a abordar en SC del 18 de diciembre de 2013, M.P.: Giraldo Gutiérrez, F., y luego en SC18594 – 2016, M.P.: Salazar Ramírez, A.; SC10300 – 2017, julio 18, M.P.: Quiroz Monsalvo, A.; SC130 – 2018, febrero 12, M.P.: Quiroz Monsalvo, A.), el tema de la responsabilidad en sí volvió a retomarse en SC del 20 de junio de 2011 (M.P.: Díaz Rueda, R.), con ocasión de una demanda promovida por terceros diferentes de la sociedad y sus socios (un grupo de antiguos trabajadores de la compañía), alegando un actuar culposo de dos de los administradores (aquí, gerentes general y administrativa), al no haber efectuado provisiones (de la reserva legal o de la utilidad bruta) para el pago de acreencias laborales (salarios y prestaciones sociales) durante el trámite de liquidación.
En aquel caso, se terminó eximiendo de responsabilidad a los dos administradores (quienes no habían adquirido la condición de liquidadores), por no estar obligados a hacer la reserva que sí les correspondía a los liquidadores, por la imposibilidad de provisionar a partir de las utilidades o de la reservas, pues si la utilidad bruta es negativa o hay pérdidas no se pueden distribuir utilidades, porque no se puede exigir al administrador la destinación de la reserva legal, si la empresa solo da pérdidas; y porque no pudieron repeler el actuar de algunos otros directivos o socios de la empresa, quienes se la tomaron y procedieron a retirar bienes de los que ahí se comercializaban, dejándola prácticamente en imposibilidad de continuar operando. De esta manera, los extrabajadores demandantes fracasaron en demostrar los hechos que de alguna manera impliquen incumplimiento de las funciones de los administradores cuestionados, así como el nexo causal entre el daño y el supuesto hecho dañoso. Es decir, no se demostraron hechos a partir de los cuales pueda imputarse responsabilidad a los accionados (SC del 20 de junio de 2011).
Con respecto a la necesidad de acreditar el nexo causal, en dicha SC del 20 de junio de 2011 se citó SC del 24 de septiembre de 2009, en la cual se dijo que, en cuanto toca con la relación causal, ha de verse cómo de modo inveterado se ha dicho que ella hace referencia al enlace que debe existir entre un hecho antecedente y un resultado consecuente, de donde la determinación del primero puede dar lugar a establecer la autoría material del daño; por su conducto se pretende entonces hallar una relación de causa a efecto entre el perjuicio y el hecho del sujeto de derecho o de la cosa a quien se atribuye su producción; se trata, por tanto, de establecer si una lesión proviene como consecuencia de un determinado hecho anterior, de suerte que al hablar de ella se hace referencia a la causa del daño que tiene relevancia jurídica. La valía de este presupuesto no ha de ser ignorada habida cuenta que, como es suficientemente conocido, no se puede atribuir responsabilidad sin que de manera antelada se haya acreditado a plenitud la autoría del perjuicio; ello es así porque como el daño cuya reparación se pretende debe estar en relación causal adecuada con el hecho de la persona o de la cosa a las cuales se atribuye su producción, emerge necesaria la existencia de ese nexo de causalidad ya que, de otro modo, podría darse la eventualidad de que se atribuyera a una persona el daño causado por otro o por la cosa de otro; de allí que la relación causal, cual presupuesto del acto ilícito y del incumplimiento contractual, vincula el daño directamente con el hecho, e indirectamente con el elemento de imputación subjetiva o de atribución objetiva, y se constituye en ‘el factor aglutinante que hace que el daño y la culpa, o en su caso el riesgo, se integren en la unidad del acto que es fuente de la obligación de indemnizar; es, en fin, un elemento objetivo porque alude a un vínculo externo entre el daño y el hecho de la persona o de la cosa (Bustamante Alsina, J. Teoría General de la Responsabilidad Civil, 9ª edición, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2004, pág. 267).
Al unísono con la doctrina, la jurisprudencia ha expresado de manera reiterada y uniforme que el nexo causal entre la conducta imputable al demandado y el efecto adverso que de ella se deriva para el demandante, debe estar debidamente acreditado porque el origen de la responsabilidad gravita precisamente en la atribución del hecho dañoso a aquél, o sea, que la responsabilidad supone la inequívoca atribución de la autoría de un hecho que tenga la eficacia causal suficiente para generar el resultado, pues si la incertidumbre recae sobre la existencia de esa fuerza motora del suceso, en tanto que se ignora cuál fue la verdadera causa desencadenante del fenómeno, no sería posible endilgar responsabilidad al demandado; en compendio, para que la pretensión de responsabilidad civil sea próspera, el demandante debe acreditar, además del daño cuyo resarcimiento persigue, que tal resultado tuvo por causa directa y adecuada, aquella actividad imputable al demandado y de la que sobrevino la consecuencia lesiva, de lo cual se desprende que ausente la prueba de la relación de causalidad, las pretensiones estarían destinadas al fracaso.
Y no se diga que por el hecho de que se llegara a tratar de una responsabilidad en la que el promotor del litigio no estuviera precisado a asumir la carga de probar la culpabilidad del demandado, ya sea porque involucrase una especie de responsabilidad objetiva, o debido a que la misma se presumiera o porque se estuviera en presencia de un esquema de responsabilidad especial, como así últimamente se le ha llamado a la derivada de las normas atinentes al derecho de protección al consumidor (SC 016 de 7 de febrero de 2007), la víctima está eximida de demostrar los fundamentos fácticos estructurales del citado nexo, puesto que, aún en estos particulares o especiales supuestos, a aquél en todo caso le tocaría ejercer a cabalidad la carga de demostrarlo. Ciertamente, en lo tocante con la mencionada relación, es evidente que aún en tratándose de la llamada responsabilidad especial sigue gravitando en la parte actora la carga de probarla a cabalidad, por cuanto ella es necesaria, sea el delito o cuasidelito de acción o de omisión, trátese de una responsabilidad simple o compleja y aún en los casos de responsabilidad objetiva y de responsabilidad sin culpa o legal, pues si bien en estas dos últimas esa relación deberá existir entre el hecho y el daño y no entre éste y la culpa o el dolo, como ocurren en la responsabilidad subjetiva, lo cierto es que la ley no ha hecho distinciones y nadie puede responder sino de los daños que cause o cree (SC del 24 de septiembre de 2009, citada en SC del 20 de junio de 2011).
Al respecto de la responsabilidad de los liquidadores, la Sala tiene dicho que el principal quehacer del liquidador, en términos muy breves, al margen de representar al concursado y rendir cuentas de su gestión, no es otro que el de liquidar el patrimonio social allanando el camino para la extinción de la sociedad; así entonces su misión es enajenar los bienes del deudor y, de la manera más ágil posible, proceder al pago de sus pasivos atendiendo rigurosamente el orden de prelación de pagos, asunto en que la par conditio creditorum tiene un rol determinante, labor que, por antonomasia, encarna el verdadero propósito de la liquidación, vale decir, el final de la persona jurídica; los términos en que desarrolla sus funciones definidos están con precisión en la ley, la cual, es innegable, entre otras facultades de administración, conservación y disposición, lo autoriza para iniciar una serie de acciones cuyo propósito es deducir los perjuicios que le hayan podido ocasionar a la sociedad los propios administradores, sus socios, el revisor fiscal o terceros, tal como lo dispone el Núm. 14 del Art. 166 (Ley 222 de 1995), y reintegrar el patrimonio del concursado, según lo prevé el Núm. 15 del mismo precepto, a efectos de que la liquidación cumpla los objetivos que son de su esencia. Hincapié debe hacerse en la naturaleza jurídica de esas acciones a que alude el Art. 166, que obviamente deben analizarse a la luz de los preceptos en que tienen desarrollo, esto es los Arts. 183 a 187 del mismo estatuto reformatorio, que aluden a las acciones de reintegro patrimonial (revocatorias y de simulación) y a los Arts. 206 y 207 Ibid., que refieren a las acciones estatuidas para deducir responsabilidad en cabeza de administradores, socios, revisor fiscal y terceros (SC del 3 de agosto de 2006, citada en SC2476 – 2019).
En SC del 26 de agosto de 2011 (M.P.: Solarte Rodríguez, A.), se discutió sobre la aplicación del régimen de responsabilidad de los administradores (Art. 200 C. de Co., estando, para el momento de ocurrencia de los hechos, ya vigente la modificación del Art. 24, Ley 222 de 1995) a un contrato de cuentas en participación. Después de reconocer la aplicación eventual del Art. 200 C. de Co., por remisión del Art. 514 Ibid. (contrato de cuentas en participación) a las reglas previstas para la sociedad en comandita simple, y en cuanto éstas resulten insuficientes, a las normas generales del Título I del Libro 2º del estatuto mercantil (contrato de sociedad); se dieron las siguientes explicaciones sobre el régimen especial de responsabilidad de los administradores:
Examinadas las normas que se ocupan del contrato de sociedad, en general, y las especiales de cada tipo societario, en conjunto con la que se deja reproducida, es dable visualizar que el legislador, además de la responsabilidad contractual fincada en el negocio jurídico que da origen a las sociedades comerciales y que vincula por igual a quienes lo celebran, estableció un régimen particular de responsabilidad en relación con sus administradores, que opera sólo respecto de ellos, nada más que en su condición de tales, y como consecuencia de las acciones u omisiones en que, mediando dolo o culpa, incurran al desempeñar dicha función, en razón del cual aquéllos deben responder por los perjuicios que ocasionen a la sociedad, sus socios o terceros, régimen que, cuando el administrador es una persona jurídica, se extiende solidariamente a su representante legal.
Sin duda, se trata de un régimen especial de responsabilidad civil cuyo propósito es brindarle a sus beneficiarios un mecanismo particular de reparación frente a las actuaciones de los administradores que afecten ilegítimamente sus derechos, y que, por sus características, no puede, ni debe confundirse con la estrictamente contractual (derivada de los conflictos que puedan presentarse entre los socios y la sociedad o de aquellos entre sí), toda vez que dicha acción fue concebida como un instrumento adicional a ésta y porque la única razón de ser de la primera es el mandato expreso del legislador (que se activa por el contrato social y la actuación de los administradores), lo que significa que su configuración y su efectiva aplicación, en ningún caso, depende de la mera voluntad expresada en el contrato social, al punto que, como ya se transcribió, en el Inc. Final del Art. 200 C. de Co., se dispuso que se tendrán por no escritas las cláusulas del contrato social que tiendan a absolver a los administradores de las responsabilidades antedichas o a limitarlas al importe de las cauciones que hayan prestado para ejercer sus cargos.
En este orden de ideas (citando también SC del 19 de febrero de 1999 y SC del 30 de marzo de 2005), se debe destacar que las notas más significativas de la responsabilidad de que se trata y que, por lo tanto, permiten identificar su genuina naturaleza jurídica son las siguientes: se trata de un régimen particular de responsabilidad civil derivado del contrato social y de la actuación de sus administradores; los sujetos que en ella participan están definidos en la ley, en tanto que los titulares de la correspondiente pretensión resarcitoria son solamente la sociedad, los socios y los terceros con interés legítimo, mientras que los llamados a resistirla son quienes ostenten la calidad de administradores de la correspondiente persona jurídica, independientemente de que concurra en ellos la condición de socios; se deriva, exclusivamente, de los actos dolosos o culposos que éstos cometan en desarrollo de la administración que ejerzan, es decir, que el factor de atribución de la responsabilidad es de naturaleza subjetiva; en los supuestos de incumplimiento o extralimitación de sus funciones, violación de la ley o de los estatutos y de que los administradores hayan propuesto o ejecutado la decisión sobre distribución de utilidades en contravención a lo prescrito en el artículo 151 del Código de Comercio y demás normas sobre la materia, se presume su culpabilidad; y, en virtud de dicho sistema, los administradores están llamados a responder en forma personal, autónoma e ilimitada, esto es, con total independencia de la responsabilidad que como consecuencia de esos mismos actos pueda desprenderse para la sociedad, como persona jurídica independiente tanto de sus socios como de sus administradores.
Aclarado lo anterior, la Corte volvió a insistir en que la pertinencia e independencia de esta acción de responsabilidad, deriva en su configuración, por una parte, de que la demandada, como partícipe activo y, por ende, administradora del negocio colectivamente buscado por los contratantes, hubiese incurrido en conductas dolosas o culposas en el cumplimiento de tal función, con infracción de sus deberes de conducta; por otra, que dicho proceder de la gestora hubiese producido un daño a la aquí demandante; y, finalmente, que entre la acción u omisión de aquélla y el perjuicio padecido por ésta, medie un nexo de causalidad adecuado. En dicho proceso, se acreditó la responsabilidad de la gestora (partícipe activo) en el contrato de cuentas en participación, derivada de un actuar culposo al haberse demorado en tramitar un plan de manejo ambiental, indispensable para obtener la licencia de construcción, necesaria a su vez para ejecutar el proyecto inmobiliario (que al final se suspendió definitivamente) para la cual el demandante había transferido, como aporte, un inmueble (SC del 26 de agosto de 2011).
En SC del 8 de agosto de 2013 (M.P.: Díaz Rueda, R.), un tercero (hija del fallecido) buscaron declarar la responsabilidad civil (extracontractual) de los administradores, por la muerte de un transeúnte como resultado de la caída de un objeto desde una torre en proceso de construcción, sin tomar medidas de seguridad adecuadas para evitar la caída de objetos desde alturas (uno de los demandados era el administrador del proyecto de construcción).
Allí, reiterando SC del 30 de marzo de 2005 y SC del 26 de agosto de 2011, se insistió en que, al ser promovida la demanda por terceros, la responsabilidad en este caso era extracontractual, lo cual obliga a demostrar todos los elementos de dicha responsabilidad: una conducta humana, positiva o negativa, por regla general antijurídica; un daño o perjuicio, esto es, un detrimento, menoscabo o deterioro, que afecte bienes o intereses lícitos de la víctima, vinculados con su patrimonio, con los bienes de su personalidad, o con su esfera espiritual o afectiva; una relación de causalidad entre el daño sufrido por la víctima y la conducta de aquel a quien se imputa su producción o generación; y, finalmente, un factor o criterio de atribución de la responsabilidad, por regla general de carácter subjetivo (dolo o culpa) y excepcionalmente de naturaleza objetiva (v.gr. riesgo) (SC del 16 de septiembre de 2011, sustitutiva de SC del 26 de agosto de 2011).
Para este caso particular y concreto (SC del 8 de agosto de 2013), después de aclarar que, si bien la responsabilidad de los administradores no se compromete siempre que exista la de la empresa, para ese caso, el objeto principal de la sociedad (actividad de construcción) y la inobservancia de reglamentos, y más concretamente, de no instalar barreras y estructuras de protección para los peatones (que hubieran impedido causar el daño a la víctima), sí comprometían su responsabilidad.
En SC16516 – 2015 (diciembre 1, M.P.: Giraldo Gutiérrez, F.), se discutió sobre la diferencia de la acción para el pago de lo no debido en exceso, de obligaciones contraídas por una sociedad intervenida concursalmente a sus acreedores, que disminuyó la participación accionaria de sus socios, diferenciándola de la acción de responsabilidad social de los administradores.
En SC18594 – 2016 (M.P.: Salazar Ramírez, A.), se aclaró que la responsabilidad de las personas jurídicas (como eventuales demandadas por terceros) es extracontractual y directa (citando SC13630 – 2015). Insistiendo que ese razonamiento solo está circunscrito a la responsabilidad extracontractual que terceros endilgan a la persona jurídica por actos de sus administradores y empleados, y no se extiende al área contractual o a la forma como se desarrollan las relaciones intra societarias, es decir, a los actos de tales funcionarios que causan daño a la sociedad y por los cuales están llamados a responderle a ésta, la cual se rige por preceptos diferentes al Art. 2341 C.C.
Al efecto, la Corte resaltó que en el campo societario, la Ley 222 de 1995 contempló en su Art. 23 que es deber de los administradores obrar de buena fe, con lealtad y con la diligencia de un buen hombre de negocios, todo ello en interés de la sociedad, teniendo en cuenta los intereses de sus asociados, de lo que se concluye que, en ese sentido, asumen un compromiso dual, porque según preceptúa el Art. 98 C. de Co., la sociedad, una vez constituida legalmente, forma una persona jurídica distinta de los socios individualmente considerados.
De ahí que si los gerentes, miembros de juntas o quienes desempeñen funciones de similar índole, se alejan del principio rector de desarrollar el objeto social, incumplen sus obligaciones legales y estatutarias o asumen comportamientos que atentan contra su representada, quedan obligados en los términos del Art. 200 C. de Co. (mod., Art. 24 Ley 222 de 1995), según el cual los administradores responderán solidaria e ilimitadamente de los perjuicios que por dolo o culpa ocasionen a la sociedad, a los socios o a terceros. Así, indistintamente de que en el desempeño del cargo se actúe para la sociedad, eso no quiere decir que sea esta la única obligada por los excesos o arbitrariedades cometidas en su nombre, como si ninguna relevancia tuviera la discrecionalidad de los ejecutores por la imposibilidad de autodeterminación de la persona jurídica. Tan es así que pueden extendérseles las reclamaciones de personas ajenas, para que asuman el pago de indemnizaciones en forma solidaria. Incluso, la sociedad y quienes arriesgan su capital al conformarla pueden ejercer la acción social de responsabilidad en los términos del Art. 25 de la citada Ley 222 de 1995 (SC18594 – 2016).
En SC19300 – 2017 (noviembre 21, M.P.: Quiroz Monsalvo, A.), se discutió sobre la responsabilidad del liquidador, derivada de la omisión en la constitución de reserva para atender la obligación originada en sentencia condenatoria por responsabilidad civil, así como de la suspensión de la prescripción extintiva de la acción con fundamento en los principios de buena fe y prohibición de aprovechamiento de negligencia propia. Por versar sobre el tema de la prescripción especial de la Ley 222 de 1995, es muy pertinente trascribir lo dicho por la Sala sobre el asunto:
Las sociedades, como sujetos de derecho diferentes a los socios individualmente considerados, están sometidas al cumplimiento de unos requisitos para su creación y extinción, de suerte que sus actos sean oponibles a terceros y se evite una confusión patrimonial. Para la culminación de su existencia debe configurarse alguna de las causales contractual o legalmente establecidas, a partir de lo cual es menester agotar el procedimiento de realización de activos y pago de las acreencias. Estos dos momentos se conocen como la disolución y liquidación, respectivamente.
La primera consiste en la satisfacción de las condiciones de hecho y de derecho exigidas para que se materialice alguna de los motivos de terminación del contrato de sociedad y, en consecuencia, finiquite la personalidad jurídica, momento a partir del cual el ente moral no podrá iniciar nuevas operaciones en desarrollo de su objeto y conservará su capacidad jurídica únicamente para los actos necesarios a la inmediata liquidación (Art. 222 C. de Co.). La fase liquidataria es el procedimiento que permite la ordenada solución de las acreencias y el reparto de los remanentes entre los asociados, a través de la enajenación del activo social. Al respecto, el Art. 241 Ibid., establece que no podrá distribuirse suma alguna a los asociados mientras no se haya cancelado todo el pasivo externo de la sociedad. Pero podrá distribuirse entre los asociados la parte de los activos sociales que exceda del doble del pasivo inventariado y no cancelado al momento de hacerse la distribución. De esta forma se evita que la liquidación pueda utilizarse como estratagema para eludir obligaciones empresariales, pues los socios quedan relegados al final del proceso y su derecho está condicionado a la existencia de activos sobrantes después de pagados todos los débitos.
Igual regla debe aplicarse para las obligaciones condicionales o litigiosas, ya que corresponde a los liquidadores adoptar las medidas necesarias para garantizar su satisfacción, con independencia de la certidumbre sobre el momento de su exigibilidad, para lo cual deberá constituir una reserva que estará vigente hasta el cumplimiento o fracaso de la condición, o el finiquito del proceso judicial. Al respecto, el Art. 245 Ejúsdem, consagró que, cuando haya obligaciones condicionales se hará una reserva adecuada en poder de los liquidadores para atender dichas obligaciones si llegaren a hacerse exigibles, la que se distribuirá entre los asociados en caso contrario. La misma regla se aplicará en caso de obligaciones litigiosas, mientras termina el juicio respectivo.
Luego, estos vínculos jurídicos, a pesar de estar sometidos a hechos futuros e inciertos, no impiden el adelantamiento y conclusión del proceso liquidatario, en cuanto se satisfaga la carga de realizar una reserva que garantice su solución, si a ello hubiere lugar, sin perjuicio del compromiso patrimonial de los socios según el tipo de sociedad. El liquidador, entonces, es el encargado de efectuar la cuantificación de la deuda condicional o litigiosa, conservar en su poder los recursos necesarios para su pago y seguir adelante con el finiquito de la persona jurídica, momento en el cual deberá ponerlos a disposición de los interesados a través de un establecimiento financiero, según las voces del precepto bajo estudio.
En este contexto, la ausencia del fondo patrimonial, su insuficiencia, o la falta de depósito bancario, pueden comprometer la responsabilidad de los liquidadores, quienes están obligados a liquidar y cancelar las cuentas de los terceros y de los socios (Núm. 7, Art. 238 C. de Co.), siempre que actúen en contravención de las directrices prenotadas. Así lo establece, de forma general, el Art. 255 Ibid., el cual consagra que los liquidadores serán responsables ante los asociados y ante terceros de los perjuicios que se les cause por violación o negligencia en el cumplimiento de sus deberes; huelga explicarlo, cualquier desatención de las cargas connaturales a la liquidación comprometerá de forma directa la responsabilidad civil de sus regentes, siempre que el afectado demuestre el incumplimiento, el daño y el nexo causal entre el actuar y los perjuicios reclamados.
Para tales fines, deberán observarse las siguientes pautas: (a) La legitimación en la causa por activa está en cabeza de los socios o terceros afectados por la negligencia o incuria del liquidador; (b) el legitimado por pasiva será el encargado de adelantar el proceso de extinción de la sociedad; (c) la causa petendi debe estar referida a la desatención de los deberes legales o estatutarios, como una forma de cuestionar las actuaciones del liquidador (SC del 5 de agosto de 2013); (d) la pretensión es eminentemente resarcitoria y comprometerá el patrimonio personal del encargado de la liquidación; (e) Corresponde al interesado demostrar el daño, su cuantía, así como la conexión entre éste y el actuar ilegal del liquidador; y (f) la responsabilidad es solidaria e ilimitada entre los liquidadores.
Con el objeto de tener certeza sobre extinción definitiva de la persona jurídica, así como los aspectos conexos a la misma, el legislador consagró un régimen particular de prescripción para la responsabilidad de marras en el Art. 256 C. de Co., a cuyo tenor las acciones de los asociados y de terceros contra los liquidadores prescribirán en cinco años a partir de la fecha de la aprobación de la cuenta final de la liquidación.
Son rasgos de este término prescriptivo los siguientes: (a) la extinción de la acción se alcanza en el breve plazo de cinco (5) años, como lo ha reconocido esta Corporación en SC del 5 de agosto de 2013; (b) este lapso es aplicable a todos los juicios de responsabilidad que se promuevan en contra de los liquidadores, con independencia de quién funja como demandante o de la omisión achacada; y (c) el conteo del tiempo principiará con la aprobación de la cuenta final de liquidación, siempre que sea oponible a terceros a través de su inscripción en el registro mercantil (Núm. 9 Art. 28 C. de Co.). No importa el momento de ocurrencia de la conducta o su conocimiento por los interesados, pues lo relevante es la finalización del trámite y su revelación al público, ya que con la inscripción de la cuenta final se extingue definitivamente el ente moral.
Estas reglas particulares, por su propia naturaleza, desplazan a las normas generales sobre la prescripción extintiva contenidas en los Arts. 2535 y siguientes del C.C., salvo que deba acudirse a éstas para llenar los vacíos de aquellas. De allí que, si bien el mencionado Art. 2535 dispone que la prescripción se cuenta desde que la obligación se haya hecho exigible, esta directriz resulta inaplicable a las causas promovidas contra los liquidadores, pues allí se consagró una diferente, valga reiterarlo, que el cómputo comienza a partir de la aprobación de la cuenta final de liquidación por parte de los socios. Y es que, según el Núm. 1° del Art. 10 C.C. (subrog., Art. 5, Ley 57 de 1887), la disposición relativa a un asunto especial prefiere a la que tenga carácter general. En consecuencia, al existir un mandato concreto para ejercer la acción de responsabilidad contra los liquidadores, será éste el que deba considerar el juzgador, al margen de las normas generales sobre la materia.
Con este argumento, se desestimó la pretensión de los demandantes, pues tal directriz (la del Art. 256 C. de Co.) fue redactada de manera clara y sin prever ninguna excepción, por lo que debe aplicarse a cualquier actuación incoada frente al encargado de la liquidación, incluso por la ausencia de provisiones para el pago de obligaciones litigiosas, sin que el intérprete pueda abrogarse la posibilidad de crear salvedades, puesto que ubi lex non distinguit nec nos distinguere debemus (donde no distingue el legislador no es posible que lo hagamos). De allí que, la omisión en la constitución de la reserva, génesis de este pleito, mal podría posponer la acción para reclamar los perjuicios causados, como lo pretende el demandante, pues advertido el incumplimiento, si se materializaron daños, podían ser reclamados por vía judicial. Insístase, el daño se origina desde el mismo momento en que el liquidador actúa de forma negligente, por no constituir la provisión y permitir la conclusión del trámite liquidatario, que de generar un daño concederá acción judicial directa e inmediata contra él, sin perjuicio de las pretensiones contra los socios o deudores solidarios para el pago de las condenas que se emitan después de liquidada la sociedad (SC19300 – 2017, noviembre 21, M.P.: Quiroz Monsalvo, A.).
En SC2476 – 2019 (julio 9, M.P.: Quiroz Monsalvo, A.), mediante exequátur, se homologó una sentencia extranjera que condenó en forma conjunta y solidario a los administradores de una empresa aseguradora, ante la existencia de transferencias ilegales de dinero, malversación y desvío de primas y primas de retorno, proferida por un juzgado de EE. UU., al existir armonía entre las normas colombianas y las de ese país.
En SC2749 – 2021 (julio 7, M.P.: García Restrepo, Á.), la Corte señaló que es natural que cuando los administradores de una sociedad comercial desatienden sus compromisos legales, contractuales y estatutarios, quedan compelidos a resarcir los daños que sus acciones u omisiones hayan causado a la sociedad, a los socios y a terceros. Precisamente, para dar respuesta adecuada a los problemas propios de la administración de una sociedad, a los deberes que se le imponen a los administradores y a las acciones con las que cuentan los que lleguen a ver lesionados sus derechos con las gestiones o desatenciones de los administradores, el derecho de sociedades colombiano introdujo importantes novedades en la Ley 222 de 1995 (Arts. 22 a 25), al dotar de verdadero contendido la regla que en materia de responsabilidad traía el Art. 200 C. de Co., pues, antes de dicha ley, el régimen de responsabilidad civil de los administradores, producto de la anotada cláusula abierta, remitía necesariamente a los principios generales de la responsabilidad civil contractual o extracontractual insertos en el Código Civil, según fuere el caso, dónde, por ejemplo, el estándar de conducta para evaluar la culpa, era el de un buen padre de familia, y la carga de demostrar la negligencia o descuido del administrador en los asuntos a su cargo, era de quien la alegaba, esto es, en todos los casos, del demandante.
En definitiva, atendiendo el contenido de cada una de esas normas, se tiene que la responsabilidad de los administradores prevista por el legislador de 1995 es de naturaleza especial, porque sus reglas se encuentran plenamente dibujadas en la Ley 222, obedeciendo a las siguientes particularidades:
a) Tipología de los sujetos involucrados: La ley cualifica expresamente las personas que participan en esta categoría especial de responsabilidad, toda vez que los titulares de la acción o legitimados para reclamar el resarcimiento de perjuicios son la sociedad, los socios y terceros, mientras que el llamado a responder por ese reclamo (agente del daño), lo es el administrador, entendiendo por este último, a voces del Art. 22, el representante legal, el liquidador, el factor, los miembros de juntas o consejos directivos y quienes de acuerdo con los estatutos ejerzan o detenten esas funciones, aclarando que la lista que trae este precepto no es cerrada, puesto que cuando indica que pueden ser administradores, también, los que de acuerdo con los estatutos ejerzan esas funciones, igualmente da cabida a cargos diferentes a los allí reseñados.
Desde el punto de vista administrativo, se puede mencionar lo dicho por la Superintendencia de Sociedades en la Circular Externa 100 – 006 del 2008 (marzo 26), al decir que fenómeno análogo se presenta con las personas que por razón de responsabilidades propias de sus cargos, actúan en nombre de la sociedad, como sucede con los vicepresidentes, subgerentes, gerentes zonales, regionales, de mercadeo, financieros, administrativos, de producción, y de recursos humanos, entre otros, quienes pueden tener o no la representación de la sociedad en términos estatutarios o si las detentan, de donde resulta que es administrador quien obra como tal y también lo es quien está investido de facultades administrativas (SC2749 – 2021, julio 7, M.P.: García Restrepo, Á.).
b) Obligaciones de los administradores de las sociedades. El ordenamiento jurídico actual, como viene de verse del trasunto de la citada ley, impone a los administradores una serie de deberes generales y específicos, cuyo incumplimiento acarrea para ellos responsabilidad, que en lo que acá importa, es de orden patrimonial y ha de ser exigida a través de las correspondientes acciones, individual y social de responsabilidad. Pues bien, el Art. 23 Ibid., incorpora las reglas sustantivas concernientes a las obligaciones de los administradores, precisando que las generales son las consistentes en obrar de buena fe, con lealtad y con la diligencia de un buen hombre de negocios. Tres son, entonces, los deberes fiduciarios generales de todo administrador de sociedad: buena fe, lealtad y diligencia de un buen hombre de negocios, para cuyo cabal acatamiento y comprensión, no necesitan de consagración contractual o estatutaria, dado que es, por ministerio de la ley, que cada administrador está compelido a satisfacerlos en el desempeño de los actos propios de su cargo.
b.1) Deber de buena fe: se trata de un módulo rector de la conducta de toda persona, que por su importancia está consagrado en el Art. 83 de la Constitución Política. En materia mercantil su trascendencia la remarca el Art. 871 C. de Co., que exige su aplicación en la celebración y ejecución de los contratos. En el marco de los deberes de los administradores de sociedades, la ley erige la buena fe como un deber fiduciario autónomo, que corresponde, según lo ha destacado la Superintendencia de Sociedades en la Circular Externa 100 – 006 del 2008 (marzo 26), que es de carácter administrativo y no jurisdiccional, a que los administradores deben obrar satisfaciendo totalmente las exigencias de la actividad de la sociedad, y de los negocios que ésta celebre y no solamente los aspectos formales que dicha actividad demande (SC2749 – 2021).
En los términos expuestos, se entiende, y ello es natural, que el deber de buena fe para los sujetos que ejercen la administración de una sociedad se condensa en la conciencia de que han de obrar de manera recta y honrada ante los socios y ante los terceros que se relacionan con la sociedad en el giro cotidiano de los negocios. El deber de buena fe, en otros términos, ajusta el comportamiento del administrador a las exigencias no solo formales para el desempeño de las obligaciones legales y contractuales, o para la concreción de un vínculo jurídico (verbigracia contrato), sino que impone, además, y ello es esencial, honestidad de intención en su proceder, esto es, libre de malas artes o subterfugios. Lo dicho concuerda con el entendimiento que al mencionado principio da la doctrina extranjera, al exponer que la buena fe constituye un principio informador del ordenamiento jurídico y exige el rechazo de todas aquellas actitudes que no se ajusten a los parámetros de la honradez y de la justicia. En su perfil positivo, a su vez, identifica aquel modelo de conducta que socialmente es considerado honesto y adecuado, conforme a unas reglas y valores que la conciencia social impone al tráfico jurídico (SC2749 – 2021, julio 7, M.P.: García Restrepo, Á.).
b.2) Deber de lealtad: aunque emparentado con el deber de obrar de buena fe, en el contexto de la taxonomía de los deberes, el de lealtad tiene entidad propia, que consiste en el desempeño del cargo de administrador como un representante leal o fiel, que implica que en desarrollo de las facultades que le son propias, no las utilice para fines que son distintos para los que han sido otorgadas. Además, el deber de lealtad acarrea guardar secreto sobre los asuntos propios de su cargo, con las salvedades propias producto de lo establecido en la ley y de lo ordenado por autoridades judiciales o administrativas. Consustancial también a este deber de fidelidad, es la adopción del representante de todas aquellas medidas indispensables para que no se den situaciones estructurantes de conflictos de intereses. En la ya citada Circular Externa de la Superintendencia de Sociedades, se apunta, brevemente, que el deber de lealtad consiste en el actuar recto y positivo que le permite al administrador realizar cabal y satisfactoriamente el objeto social de la empresa, evitando que en situaciones en las que se presenta un conflicto de sus intereses se beneficie injustamente a expensas de la compañía o de sus socios. De manera que, con el deber de lealtad, los directores deben, principalmente, trabajar con la mira puesta en el mejor interés de la sociedad, y trazar una línea demarcatoria que separe sus intereses personales de los intereses de la compañía, caso, por ejemplo, como el de utilizar el nombre ella en búsqueda de su beneficio particular (SC2749 – 2021, julio 7, M.P.: García Restrepo, Á.).
b.3) Deber de diligencia de un buen hombre de negocios: La connotación que destaca este deber, es que se trata de una obligación general, cuya satisfacción no exige una conducta concreta, sino la adecuación de las tareas o compromisos propios del administrador, con arreglo a un estándar o modelo de comportamiento específico, esto es, el de un “buen hombre de negocios”, diferente, como ya se dijo, al patrón medio para evaluar la conducta en el derecho común, referido al buen padre de familia. La ley, de esta manera, entiende que no es posible detallar cada uno de los supuestos necesarios para reputar el actuar de un administrador como de diligente, habida cuenta de las innumerables situaciones a las que se ve enfrentado quien está a cargo de los destinos de una compañía. Por lo mismo, se ha señalado que el deber de diligencia resultar ser, en últimas, una cláusula residual que incorpora un patrón de comportamiento, al que han de ajustar su desempeño los administradores, so pena de verse incursos ante un eventual reclamo de responsabilidad patrimonial. Ese patrón o modelo de comportamiento que marca cómo ha de ser o de qué manera puede evaluarse si un acto de administración fue diligente o no, es en palabras de la ley, el de un “buen hombre de negocios”, frase que encierra la consagración de una diligencia superior a la del hombre medio, valga anotar, la de un profesional en el manejo de los asuntos de la empresa, pues, el legislador no se limitó a exigir el actuar que tiene cualquier negociante en el desempeño de sus responsabilidades, sino aquél que es característico de los “buenos hombres de negocios”.
En relación con ese deber, atinó la Superintendencia de Sociedades a indicar, en la ya citada Circular Externa, que ahí se está en presencia de un claro deber profesional, connatural al de un comerciante sobre sus propios asuntos, de manera que su actividad siempre debe ser oportuna y cuidadosa, verificando que la misma siempre esté adecuada a la ley y los estatutos, lo que supone un mayor esfuerzo y una más alta exigencia para los administradores en la conducción de la empresa. Es decir, en otros términos, que el administrador en relación con las obligaciones legales, estatutarias y contractuales que asume en razón de su cargo de representación y gestión, ha de ser visto como un deudor de carácter cualificado, cuya diligencia ha de ir más allá que la empleada de ordinario por una persona promedio en sus negocios, porque, se reitera, se trata de un deber o diligencia profesional, que como bien lo apunta la doctrina extranjera autorizada, consistirá en una mayor previsión y prudencia en las actuaciones, al igual que una actitud distinta ante las situaciones planteadas, una actitud que manifiesta una superior iniciativa y capacidad técnica.
Cumple precisar, con todo, que al haber hecho referencia expresa el legislador colombiano al modelo abstracto del “buen hombre de negocios”, como parámetro objetivo para escrutar la actuación del administrador, se obvió conscientemente la remisión a la clasificación tripartita de las culpas consagrada en el Art. 63 C.C., y por supuesto, a la levísima, que jurisprudencialmente ha servido para determinar la responsabilidad de ciertos profesionales, como por ejemplo, los dedicados a las actividad bancaria. Lo anterior viene a apreciarse de mejor manera, al advertir que si bien la administración de una empresa demanda conocimientos de diversa índole (economía, contabilidad, finanzas, etc.), la ley tampoco ha de interpretarse en el sentido de llegar al extremo de que los administradores sean expertos en cada una de esas materias. Por eso, en suma, la responsabilidad de los administradores, si bien profesional, no alcanza los niveles de exigencia de que trata la categoría de la culpa levísima (SC2749 – 2021, julio 7, M.P.: García Restrepo, Á.).
Todo lo que se ha dicho sobre el deber general fiduciario de diligencia, ha de matizarse en el ámbito de las decisiones estratégicas y de negocios, donde el estándar del “buen hombre de negocios” se entiende cumplido, cuando ellas se han adoptado de buena fe, sin interés personal en el asunto, con información suficiente y con arreglo a un procedimiento idóneo. Esto, siguiendo orientaciones desarrolladas primero en la jurisprudencia del derecho anglosajón y luego asimiladas positivamente en el derecho continental europeo, por la vía de aceptar la regla conocida como “the bussines judgement rule” (SC2749 – 2021, julio 7, M.P.: García Restrepo, Á.).
Una destacada aplicación de esto último se observa en el ámbito europeo, por ejemplo, en una sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid, España, donde se señaló que el simple fracaso económico de la sociedad e incluso su quiebra por sí no determinan la responsabilidad de los administradores, es decir, no es suficiente para determinar la responsabilidad de aquél el resultado negativo de la actividad social o del acto singular. Lo que los terceros y socios, en su caso, pueden exigir al administrador es el cumplimiento de sus obligaciones, pero no pueden responsabilizarlo por el fracaso económico de los negocios sociales; para que pueda exigírseles responsabilidad es preciso que además de haber incurrido en una infracción, concurran la totalidad de requisitos a los que vamos a hacer referencia. Al administrador no se le exige unos resultados, pero sí que desarrolle una actividad o gestión con la debida diligencia y prudencia. Es la falta de diligencia la que provoca o causa responsabilidad. Se le exige una responsabilidad de medios, sin podérsele exigir un resultado, sin que asuma el riesgo por su gestión, ellos no asumen el denominado por la doctrina “riesgo de empresa”. Como indica Garrigues, los administradores no responden del éxito de su gestión sino tan sólo de haber adoptado todas aquellas medidas que, en el caso concreto, un ordenado comerciante y un representante leal suelen adoptar en el planteamiento y ejecución del negocio de que se trate (SC2749 – 2021, julio 7, M.P.: García Restrepo, Á.).
El Art. 23 de la Ley 222 de 1995 no solo estableció la triada de deberes fiduciarios, de estructura abierta como se explicó, sino que también tipificó unos deberes específicos de diligencia y lealtad, entre ellos, interesa para lo que acá incumbe, el de velar por el estricto cumplimiento de las disposiciones legales o estatutarias, o también denominado deber de cumplimiento normativo, que de acuerdo con lo explicado por la doctrina, exige para los administradores que garanticen el cumplimiento normativo por parte de la sociedad de todas las normas legales a las que resulte sometida como son las normas de defensa de la competencia, las normas tributarias, laborales, penales, o las normas administrativas especiales. El incumplimiento de cualquiera de las normas a las que se haya sujeta la sociedad puede ser fundamento de la responsabilidad de los administradores porque dichas normas imponen dicha responsabilidad, pero ante esa situación la incorporación del deber de cumplimiento normativo introduce un fundamento de responsabilidad interna y frente a la sociedad de los administradores por incumplimiento de dicho deber y ejercitando la acción social de responsabilidad cuando no hayan tomado las medidas precisas para garantizar el cumplimiento normativo por parte de la sociedad.
Precisamente, al advertir la importancia de este deber específico, la citada Circular Externa de la Superintendencia de Sociedades, anotó que los administradores deberán observar y verificar el cumplimiento de las disposiciones de naturaleza laboral, fiscal, ambiental, comercial, contable, de protección al consumidor, de propiedad intelectual, de promoción y respeto de la competencia, entre otras, que regulan el funcionamiento de la sociedad y sus relaciones con los distintos interesados. Igualmente, deben acatar y velar por la observancia de las estipulaciones de carácter estatutario, comoquiera que las mismas recogen la voluntad de los asociados y regulan sus relaciones entre sí y con la compañía. El anterior es, en apretada exposición, el marco de los deberes que se impone a los administradores de las sociedades, y que es el necesario marco de referencia a la hora de establecer una eventual responsabilidad patrimonial de ellos para con la sociedad, los socios o terceros (SC2749 – 2021, julio 7, M.P.: García Restrepo, Á.).
c) Responsabilidad subjetiva del administrador y carga de la prueba. La Ley 222 de 1995 articula el régimen especial de responsabilidad de los administradores atendiendo el esquema tradicional de la responsabilidad subjetiva o por culpa, al establecer con total claridad en el Art. 24, que los administradores responderán solidaria e ilimitadamente de los perjuicios que por dolo o culpa ocasionen a la sociedad, a los socios o a terceros; lo cual significa que, para el buen suceso de una reclamación por tal vía, se deben cumplir los presupuestos tradicionales de toda responsabilidad fundada en la culpa, esto es: (a) la acción u omisión de un administrador contraria a los deberes legales, estatutarios o contractuales de su cargo, imputable a título de dolo o negligencia; (b) un daño, y (c) el nexo causal que enlaza la conducta reprochada del administrador y el daño concreto provocado (SC2749 – 2021, julio 7, M.P.: García Restrepo, Á.).
En la lógica de ese esquema cabe predicar que, en línea de principio, es del resorte del demandante en la correspondiente acción social o individual, acreditar el cumplimiento de cada uno de esos presupuestos, incluida la culpa, excepción hecha (lo destaca la propia normativa en el Art. 24), en los casos de incumplimiento o extralimitación de sus funciones, violación de la ley o de los estatutos, y cuando los administradores hayan propuesto o ejecutado la decisión sobre distribución de utilidades en contravención a lo prescrito en el Art. 151 C. de Co., y demás normas sobre la materia, donde se presume la culpa (SC2749 – 2021, julio 7, M.P.: García Restrepo, Á.).
Sobre esta presunción y la incidencia que tiene para el ejercicio del derecho de defensa del demandado, la Corte Constitucional cuando examinó y corroboró la exequibilidad de los Inc. 3º y 4º del Art. 24 C.G.P., señaló que al ser la presunción allí consagrada de carácter legal, no impide el ejercicio del derecho de defensa del administrador quien puede presentar la prueba en contrario a fin de desvirtuarla, agregando, además, que la misma es razonable, en la medida que ha sido la propia ley la que le fija a los administradores el marco general de su actuación, obrar de buena fe, de manera leal y con la diligencia de “un buen hombre de negocios”, lo cual no puede más que denotar la profesionalidad, diligencia y rectitud con la que deben actuar los administradores en bienestar de los intereses de la sociedad y de sus asociados, atendiendo la importancia y relevancia del papel que cumplen en el desarrollo de sus funciones y el alto grado de responsabilidad que asumen por la gestión profesional que se les encomienda. De manera, pues, que cuando se está en presencia de alguno de esos eventos concretos que hacen operante la referida presunción, por ejemplo, cuando se afirma que el daño cuya reparación se persigue proviene de un acto u omisión del administrador violatorio de un mandato legal, el actor queda eximido de la carga de probar el dolo o negligencia del demandado, por expresa voluntad legislativa.
Por lo mismo, correrá para el administrador accionado, ante la presunción iuris tantum que pesa en su contra, la carga de demostrar la ausencia de dolo o culpa en su actuar o abstención profesional, o que concurre a su caso alguna de las hipótesis de exclusión de la responsabilidad, esto es, no haber tenido conocimiento de la acción u omisión, o haber votado en contra de ella absteniéndose de ejecutarla (Art. 24, Inc. 2º). Además, por supuesto, de todas las otras que autoriza el derecho común en temas de responsabilidad (SC2749 – 2021, julio 7, M.P.: García Restrepo, Á.).
No hay duda, entonces, que en casos como el citado de violación de las obligaciones de orden legal, la imputación que se hace al administrador a título de dolo o culpa se mantendrá enhiesta en el proceso, a menos que éste la desvirtúe, como se indicó, probando alguna de las causas de exoneración previstas en la ley, escenario en el que cabe aducir, por ejemplo, aspectos relacionados con las funciones concretas que cada administrador tiene atribuidas en la estructura jerárquica de la compañía, o con las responsabilidades específicas que hubieran podido asignarse en los estatutos, para así dejar sentado en el proceso que dentro de las funciones del administrador demandado no estaba la señalada como infringida. En ese orden, si el demandado efectivamente es un administrador, por detentar alguno de los cargos enlistados en el Art. 22 Ibid., para los precisos casos en los que opera la inversión de la carga de la prueba, no es posible reclamar como presupuesto de la acción impetrada, llámese individual o social de responsabilidad, la aportación de los estatutos sociales o del contrato de vinculación del administrador a la sociedad, para establecer sí dentro de las funciones propias de su puesto está la que se dice incumplida, porque como recién se explicó, hay una presunción de culpa, que compete al administrador desvirtuar. Además, siendo la ley la principal fuente de los deberes que corresponde cumplir a los administradores, carece de sentido, cuando su incumplimiento se alega, pedir como presupuesto de la acción los estatutos en los que se fijan las funciones de los directivos de la compañía.
d) Alcance de la responsabilidad de los administradores. En plena sintonía con el principio de reparación integral, la ley establece que los administradores de la sociedad responden solidaria e ilimitadamente de los perjuicios que por dolo o culpa ocasionen a la sociedad, a los socios o a terceros. Es decir que, por no distinguirlo la norma, Art. 24 Ibid., ante la hipotética pluralidad de responsables se parte de una responsabilidad solidaria, y frente a una condena en perjuicios, el obligado a resarcirlos, no puede apelar a limitación ninguna.
e) Dos acciones de reclamación por daños. En el régimen especial que estatuye la Ley 222 de 1995, se conciben dos acciones indemnizatorias, a saber: La acción individual de responsabilidad que busca el resarcimiento del patrimonio individual del demandante (acreedor o socio, v.g.), y la acción social de responsabilidad que tiene por objeto el resarcimiento del patrimonio social. Esta última, en otros términos, opera cuando el obrar ilícito del administrador ha perjudicado de manera directa a la sociedad, produciendo un quebranto en su patrimonio. Los presupuestos de una y otra, en líneas generales, son los mismos, y lo que las distingue es la finalidad que se persigue con cada una de las acciones, y los sujetos legitimados para proponerlas (SC2749 – 2021, M.P.: García Restrepo, Á.).
En SC5509 – 2021 (diciembre 15, M.P.: González Neira, H.), se reiteró que, en el ejercicio de sus funciones, los administradores de las sociedades mercantiles deben comprometerse con la observancia cabal de una serie de imperativos de conducta establecidos por la ley y las reglas estatutarias del ente moral, y para ello deben actuar con la diligencia exigible a un comerciante diligente y probo. Así lo estatuye el canon 23 de la Ley 222 de 1995, más las aclaraciones al respecto dadas en la Circular Externa No. 100 – 006 de 2008, Superintendencia de Sociedades.
Con miras al cabal y recto cumplimiento de su labor, el legislador les asignó a los administradores de las sociedades un conjunto de deberes específicos, entre los cuales se enlista el de abstenerse de participar por sí o por interpuesta persona en interés personal o de terceros, en actividades que impliquen competencia con la sociedad o en actos respecto de los cuales exista conflicto de intereses, salvo autorización expresa de la junta de socios o asamblea general de accionistas. En estos casos, el administrador suministrará al órgano social correspondiente toda la información que sea relevante para la toma de la decisión. De la respectiva determinación deberá excluirse el voto del administrador, si fuere socio. En todo caso, la autorización de la junta de socios o asamblea general de accionistas sólo podrá otorgarse cuando el acto no perjudique los intereses de la sociedad (SC5509 – 2021, diciembre 15, M.P.: González Neira, H.).
El conflicto de intereses afecta el poder de representación orgánica del administrador. Se presenta como un impedimento para el desarrollo normal de la relación representativa. El que actúa en conflicto queda privado del ejercicio del poder representativo, por incompatibilidad con el fin por el que le ha sido conferido (Brunetti, A. Sociedades mercantiles. Tomo 2 – Sociedad Anónima. Serie Clásicos del derecho societario. San José: Editorial Jurídica Universitaria, 2002, p. 429). Lo anterior entraña un peligro o riesgo razonable de daño para la sociedad, el cual, explica el autor, no se determina en relación con las consecuencias patrimoniales del acto por sí mismas, sino con referencia a la ilegitimidad del ejercicio del poder. En tales eventos, la satisfacción del interés propio del administrador o de los terceros a quienes pretende beneficiar, se materializa en sacrificio del interés social (Halperin, I. Sociedades anónimas. Buenos Aires: Depalma, 1988, p. 21), de modo que no se garantiza la independencia o autonomía de cada uno de los procesos de formación y validación de las voluntades negociales concernidas (SC5509 – 2021, diciembre 15, M.P.: González Neira, H.).
En la estructura interna del conflicto de intereses, la doctrina especializada ha identificado algunos elementos principales: (a) La existencia de una situación antagónica entre intereses diversos. (b) Un interés concreto y particular del asociado que puede ser propio o ajeno. (c) Un nexo causal entre el interés particular o extra societario del asociado y el perjuicio del interés societario. (d) El carácter patrimonial de ese interés. (e) La irrelevancia de la intención del socio de causar perjuicio a la sociedad (Alborch Bataller, C. El derecho de voto del accionista. Madrid: Editorial Tecnos, pág. 262).
La colisión de intereses normalmente contrapuestos ocasiona que uno pretenda prevalecer sobre el otro, relación de contrapeso en el que la consecución de uno de ellos implica la afectación del otro (Alcalá Díaz, M. El deber de fidelidad de los administradores – el conflicto de interés administrador – sociedad, en: Esteban Velasco, G. (Coord.). El gobierno de las sociedades cotizadas, Madrid, 1999, p. 447 – 492); de ahí que algunos autores consideren el riesgo real y actual de daño a la sociedad como un presupuesto definidor del conflicto, reclamando que este pueda detectarse a partir de datos objetivos al momento de estimarse la existencia del enfrentamiento del interés propio o ajeno que persigue el administrador y el del ente social (Sánchez Ruiz, M. Conflictos de intereses entre socios en sociedades de capital. Revista Derecho de Sociedades. Pamplona, Editorial Aranzadi, 2000, págs. 151 – 152) (SC5509 – 2021, diciembre 15, M.P.: González Neira, H.).
El Decreto 1925 de 2009 (derogado recientemente por el Decreto 46 de 2024, que actualmente regula lo relativo al conflicto de intereses y competencia de los administradores, y la aplicación del principio de deferencia al criterio empresarial), por medio del cual se reglamentó parcialmente el Art. 23 de la Ley 222 de 1995, estableció que el administrador que, directamente o por interpuesta persona, en interés propio o de terceros, incurra en comportamientos que involucren conflicto de interés o competencia con la sociedad, sin contar con la debida autorización de la asamblea general de accionistas o de la junta de socios, está obligado a responder solidaria e ilimitadamente de los perjuicios que, por dolo o culpa, ocasione a los asociados, a la sociedad o a terceros, con el propósito de lograr, de conformidad con la ley, la reparación integral (Art. 10, Decreto 1925).
El Art. 11, Decreto 1925, fijó el procedimiento a seguir cuando en una determinada situación sea advertido el conflicto de interés o la competencia con el ente societario, preceptuando que el administrador deberá convocar a la Asamblea General o Junta de Socios si tiene esa capacidad o pedir que se le convoque si carece de esa atribución, especificando dentro del orden del día la solicitud de autorización para la actividad que le representa conflicto de interés o competencia con la sociedad, y en el curso de la reunión, tendrá que proporcionar a los asociados la información necesaria para que el máximo órgano social adopte la decisión que estime pertinente, excluyéndose de ella su voto cuando, además, ostente la calidad de socio. La información suministrada por el administrador ha de ser precisa, idónea y suficiente, pues con base en ella el órgano social podrá conocer la dimensión real del asunto y determinar la viabilidad de la autorización que le interesa al administrador o, en caso contrario, obrar de otra manera.
En todo caso, la decisión de la junta de socios o de la asamblea general de accionistas debe propender por el bienestar de la sociedad, razón por la cual en aras de elucidar la conveniencia o no de emitir la autorización solicitada por el administrador, es necesaria la ponderación de los factores económicos que rodean la operación o acto respecto del cual existe el conflicto de intereses, la posición de la empresa en el mercado y las repercusiones de la negociación o actuación que pretende realizarse en los negocios societarios y en el patrimonio de la administrada, a fin de que se constate, previamente, si lesiona o no sus intereses pecuniarios. Si, como resultado de ese análisis reflexivo, se concluye no avalar la actuación, el administrador debe abstenerse de ejecutar los actos de competencia o que le generen situaciones de conflicto de interés. La desobediencia a dicho mandato acarrea la remoción del cargo y lo deja incurso en la responsabilidad consignada en el Art. 200 C. de Co. De otra parte, en el evento de obtenerse la venia del órgano social, habiéndose suministrado por el administrador una información incompleta, falsa o a sabiendas de que la operación ocasionaría perjuicios a la sociedad, el ordenamiento castiga este incorrecto modo de obrar, impidiéndole que pueda resguardarse en la licencia concedida para exonerarse de responsabilidad por sus actos y, en consecuencia, está llamado a responder frente a la sociedad, los socios o terceros perjudicados (SC5509 – 2021, diciembre 15, M.P.: González Neira, H.).
Son de tal envergadura las evocadas cargas, que de ellas emerge el instituto de la solidaridad entre quienes detentan el indicado rol en las sociedades comerciales, e incluso se hace extensivo a los socios que acojan con expreso beneplácito la realización de un acto donde sea patente el conflicto de interés o competencia con la persona jurídica que sea lesivo para los intereses societarios, pues el Art. 4º de la comentada normativa los considera responsables solidaria e ilimitadamente por los perjuicios que ocasionen a esta, a los socios y a terceros, salvo que dicha autorización se haya obtenido de manera engañosa. Ello, con independencia de la declaratoria de nulidad de los actos amparados en esas decisiones transgresoras de las previsiones legales.
Claro está, la solidaridad es atribuible a los administradores y asociados a quienes les sea imputable la responsabilidad, bien por haber sido artífices directos de los actos reprochados, contrarios a la ley o que contravienen las disposiciones reglamentarias, o porque se abstuvieron de prevenir su ocurrencia a través de una acuciosa vigilancia y control respecto de su autor, o siendo conocedores de la falta no desplegaron esfuerzo alguno tendiente a impedirla, la consintieron expresamente o permitieron que se concretara al abstenerse de reprocharla. A diferencia del régimen común de responsabilidad civil contractual, los damnificados no tienen la carga de demostrar la culpa del administrador, pues esta se presume en los casos de incumplimiento o extralimitación de sus funciones, violación de la ley o de los estatutos (Art. 200 C. de Co., subrog., Art. 24, Ley 222 de 1995), pero si deberán acreditar la extensión de la lesión económica que hayan sufrido y que ésta fue generada por la culpa del administrador, esto es, la existencia de un nexo causal entre una y otra.
De lo discurrido deviene que son dos las acciones judiciales que pueden promoverse cuando los encargados del gobierno de una sociedad obran a pesar de la constatación de un conflicto de interés o de competencia con el ente moral, sin contar con la autorización informada de la Asamblea General de Accionistas o de la Junta de Socios. Se trata de disímiles mecanismos que por virtud de la ley se tramitan en el mismo proceso judicial: la acción dirigida a que se declare la responsabilidad de los administradores con la consecuente reparación de los daños ocasionados, y aquella que persigue la nulidad absoluta de los actos ejecutados en contra de los deberes de quienes detentan la anotada función. Así se desprende de los Arts. 4º y 5º del Decreto en cita. La primera disposición a la par que consagra la responsabilidad solidaria e ilimitada de los socios que hayan autorizado expresamente la realización de un acto respecto del cual exista conflicto de interés o competencia con la sociedad y lesivo de los intereses del ente moral, prevé la posibilidad de perseguir la declaratoria de nulidad que pudiese resultar de los actos amparados en tales decisiones por violación de la ley (SC5509 – 2021, diciembre 15, M.P.: González Neira, H.).
Con arreglo al segundo precepto, la causa judicial dirigida a obtener la declaratoria de nulidad absoluta de los actos ejecutados en contra de los deberes de los administradores consagrados en el Núm. 7º del Art. 23 de la Ley 222 de 1995, se adelantará mediante el proceso legalmente establecido, de conformidad con el Art. 233 de la Ley 222 de 1995; sin perjuicio de otros mecanismos de solución de conflictos establecidos en los estatutos. Allí también se podrá condenar al administrador a indemnizar a quien hubiese causado perjuicios, e incluso podrá sancionársele con la imposición de multas y/o con la inhabilidad para ejercer el comercio, sin perjuicio de la responsabilidad penal que dicha conducta pudiese generar.
El objeto de la reclamación dirigida a evidenciar la responsabilidad de los administradores cuando se incurre en conflicto de interés o competencia con la sociedad, es el de recomponer el capital social perdido o mermado por la incorrección de los administradores, razón por la cual es el ente moral, como guardián de su patrimonio, el sujeto habilitado, en principio, para impetrar la queja, pues la lesión no afecta al asociado de manera directa, sino en forma mediata, es decir, en razón del daño ocasionado a la persona jurídica, que conserva el derecho prevalente de la acción social aun durante el periodo de liquidación, a través del liquidador designado.
La regla 25 de la Ley 222 de 1995 establece que la acción social de responsabilidad corresponde a la compañía, previa decisión de la asamblea general de accionistas o de la junta de socios, pero si no es ejercida dentro de los tres (3) meses siguientes a la adopción de la determinación por el órgano social respectivo, podrá ser promovida por cualquier administrador, el revisor fiscal o por cualquiera de los socios en interés de la sociedad, y también por los acreedores que representen al menos el 50% del pasivo externo, siempre y cuando el patrimonio de la sociedad no sea suficiente para satisfacer sus créditos, todo lo cual, debe entenderse, no es limitante de los derechos particulares que correspondan a los socios y a terceros, quienes tienen a su alcance la denominada acción individual, tendiente a procurar la indemnización de los perjuicios propios, no de la compañía, que les ocasione el administrador, es decir, aquellos causados de modo directo y no reflejo como derivación de la lesión infligida al patrimonio societario. En todo caso, la legitimación reconocida a la sociedad cambia cuando el ente deja de existir, pues en tal caso, los facultados para comparecer a la litis, son quienes al momento de los actos enjuiciados ostentaban la calidad de socios o accionistas (SC1182 – 2016, febrero 8) (SC5509 – 2021, diciembre 15, M.P.: González Neira, H.).
La otra acción es la encaminada a que se declaren absolutamente nulos los actos realizados por el administrador contraviniendo los deberes que le impone el numeral 7º del Art. 23 de la Ley 222 de 1995, la cual da lugar a que se retrotraigan las cosas al estado anterior a la celebración del acto o negocio y de acuerdo con el precepto 5º del Decreto 1925 de 2009, dentro de las restituciones podrá incluirse, entre otras, el reintegro de las ganancias obtenidas con la realización de la conducta sancionada. En este escenario, el Art. 889 C. de Co., consagra como causas de nulidad absoluta de los negocios jurídicos las siguientes: (a) Cuando se contraría una norma imperativa, salvo que la ley disponga otra cosa. (b) Cuando tenga causa u objeto ilícitos. (c) Cuando se haya celebrado por persona absolutamente incapaz (SC5509 – 2021, diciembre 15, M.P.: González Neira, H.).
En los negocios jurídicos donde media conflicto de interés o competencia con la sociedad, el vicio generador de la nulidad absoluta, radica en la inobservancia de una norma imperativa (Núm. 7º, Art. 23, Ley 222 de 1995), que establece como requisito someter a la consideración del máximo órgano social (asamblea general de accionistas o junta de socios) la solicitud de autorización del acto, proporcionándose por el administrador involucrado, toda la información pertinente que permita adoptar la correspondiente decisión y debiéndose excluir el voto del administrador en quien concurre el conflicto de interés, si además tiene la calidad de asociado, cuya participación no debe ser tenida en cuenta para determinar el quórum, ni a efectos de conformar la mayoría decisoria. La anterior corresponde a una medida con la que se busca que el conflicto de interés no se concrete en un daño para la persona jurídica representada por el administrador; por ello se exige una autorización o permisión cuya obtención es imprescindible de forma antelada a la operación económica, negociación o actuación generadora de la colisión (SC5509 – 2021).
Finalmente, en SC3952 – 2022 (diciembre 16, M.P.: Quiroz Monsalvo, A.), proceso en el cual se discutió la responsabilidad solidaria de los directivos de Interbolsa (debatiendo sobre la eventual reticencia de la empresa, como tomadora, al supuestamente no declarar sinceramente los hechos que determinaban el estado del riesgo asumido por una póliza de responsabilidad civil de infidelidad y riesgos financieros), se aclaró que la responsabilidad que protege a la sociedad y terceros, radicada en los dependientes de aquella por su actuar irregular como administradores, gerentes, directivos, etc., no altera que esos actos se entienden cometidos por la compañía. De lo contrario no habría como colegir que la responsabilidad del ente moral es directa, tampoco sería propio colegir que dichos servidores de la compañía deben responderle a ella, entre otras personas. Citando SC18594 – 2016, en la cual se advirtió que indistintamente de que en el desempeño del cargo se actúe para la sociedad, eso no quiere decir que sea esta la única obligada por los excesos o arbitrariedades cometidas en su nombre, como si ninguna relevancia tuviera la discrecionalidad de los ejecutores por la imposibilidad de autodeterminación de la persona jurídica. Tan es así que pueden extendérseles las reclamaciones de personas ajenas, para que asuman el pago de indemnizaciones en forma solidaria. Incluso, la sociedad y quienes arriesgan su capital al conformarla pueden ejercer la acción social de responsabilidad en los términos del artículo 25 de la citada Ley 222 de 1995.
Hasta aquí, la jurisprudencia de la Sala de Casación Civil.
No está de más aclarar que la responsabilidad de un administrador, quien también es socio de una sociedad (como frecuentemente ocurre), cesa cuando el administrador – socio deja de ser administrador, aun cuando mantenga su calidad de socio. Se postula lo anterior, pues el socio es la persona (natural o jurídica) que posee una participación en una sociedad. Por el contrato de sociedad dos o más personas se obligan a hacer un aporte en dinero, en trabajo o en otros bienes apreciables en dinero, con el fin de repartirse entre sí las utilidades obtenidas en la empresa o actividad social. La sociedad, una vez constituida legalmente, forma una persona jurídica distinta de los socios individualmente considerados (Art. 98, C. de Co.). Los socios tienen una obligación cardinal, la de hacer su aporte (Arts. 122 a 148 Ibid.), y un derecho, también cardinal, el de percibir su parte proporcional en las utilidades sociales cada vez que se ordene su distribución (Arts. 149 a 157 Ibid.), así como su parte proporcional del remanente del patrimonio social, al momento de la liquidación. A esos derechos patrimoniales, se les agregan unos derechos políticos o administrativos, que le permiten definir, de manera colegiada (cuando se constituyen como el máximo órgano social, en asamblea general o en junta de socios) el rumbo administrativo de la sociedad. Esos derechos son a ser convocados, a ejercer su derecho de inspección, y a participar (personalmente o a través de apoderado), con voz y voto, en las sesiones del máximo órgano social. Pero ninguno de ellos se corresponde con los que competen a los administradores, sin perjuicio por supuesto, de que un socio sea designado a la vez, como administrador.
Todo lo expuesto, para lo práctico:
1) Bajo el régimen actual (Ley 222 de 1995), la responsabilidad de los administradores es solidaria e ilimitada. Responden de los perjuicios que ocasionen, por culpa o por dolo (que equivale a la culpa en materia civil) a la sociedad, a los socios, o a terceros.
Ello implica que la acción de responsabilidad puede ser de carácter contractual (incuestionablemente, la de la sociedad frente al administrador), y extracontractual (de los socios frente al administrador, si se les niega el carácter de beneficiarios de la contratación; o de terceros, acreedores, extrabajadores, incluso entidades públicas, frente al administrador).
No son responsables los administradores que no tuvieron conocimiento de la acción u omisión, o quienes hayan votado en contra (de dicha acción u omisión), pero siempre y cuando, a pesar de haber votado en contra, no terminen ejecutando la acción u omisión que constituyan el acto antijurídico.
2) A diferencia de lo que ocurría con el Art. 200 C. de Co., original (en el cual, ni se establecía expresamente la responsabilidad solidaria ni ilimitada, y guardaba silencio sobre los demás elementos que fueron introducidos con acierto por el Art. 24 de la Ley 222 de 1995), el régimen de responsabilidad (sin importar que sea contractual o extracontractual) es de culpa presunta y no de culpa probada (como se entendió, por ejemplo, en SC del 19 de febrero de 1999 y en SC del 30 de marzo de 2005), en tres eventos específicos: (a) incumplimiento o extralimitación de sus funciones; (b) violación de la ley o de los estatutos sociales; (c) proposición o ejecución de una decisión sobre distribución de utilidades en contravía de lo regulado por el Art. 151 C. de Co., y demás normas sobre la materia, respondiendo el administrador por las sumas dejadas de repartir o distribuidas en exceso, y por los perjuicios a que haya lugar.
Ello implica dos cosas: (a) que el demandante no está obligado a probar que el administrador actuó culposamente (con dolo o culpa, según un estándar que más adelante se explicará), trasladándose la carga de la prueba (como consecuencia de esa presunción, meramente legal, es decir, que admite prueba en contrario) al administrador, quien tiene que demostrar que, a pesar de haber actuado diligentemente, no pudo evitar el acto antijurídico; y (b) que para activar esa presunción del culpa, el demandante (la sociedad, los socios o terceros) deben demostrar la ocurrencia objetiva del acto antijurídico (es decir, de la falta de conducta enrostrable al administrador, es una de aquellas que se enmarcan dentro de cualquiera de los tres eventos específicos arriba mencionados), así como el daño (y consecuente perjuicio) producido, amén de el necesario nexo de causalidad (que además, debe ser directo y no eventual o indirecto), esto es, los clásicos elementos de la responsabilidad civil (contractual o extracontractual).
3) El estándar de conducta de los administradores (indiferentemente de si desempeñan su cargo a título gratuito u oneroso), es especial. No es el simple estándar del buen hombre de familia, sino el del buen hombre de negocios, que actúa en interés de la sociedad, teniendo en cuenta los intereses de sus asociados, es decir, de los socios (Art. 23, Ley 222 de 1995). Este estándar de lealtad y diligencia, no es el del hombre medio, sino el de un profesional en el manejo de los asuntos de la empresa, con mayor previsión y prudencia, y con una iniciativa y capacidad técnica, sin que tampoco tengan que ser expertos en determinadas materias (economía, contaduría, finanzas, etc.). Es decir, es un estándar autónomo y cualificado, afín a la culpa leve en materia civil, pero que no llega hasta la culpa levísima del Art. 63 C.C. (SC2749 – 2021).
En otras palabras: al administrador no se le exigen unos determinados resultados (para efectos de endilgarle esta responsabilidad solidaria e ilimitada), y no es responsable del simple fracaso económico (o incluso, de la eventual quiebra) de la sociedad (pues la actividad derivada del ejercicio del objeto social, es inherentemente un acto de riesgo, riesgo de empresa, al cual se exponen los socios al apostar capital y recursos en el emprendimiento). Pero sí se le exige que desarrolle una actividad o gestión con la debida diligencia, lealtad y prudencia, de tomar todas aquellas medidas que un ordenado comerciante y un representante leal suele adoptar en el planteamiento y ejecución del negocio de que se trate la empresa.
4) Estos deberes fiduciarios (organizados de forma tripartita: actuar de buena fe, con lealtad y con la diligencia de un buen hombre de negocios) implican observar ciertos deberes de diligencia y lealtad, tipificados, con carácter meramente enunciativo, por el Art. 23, Ley 222 de 1995. Son claros, unos de medios o de diligencia, y otros de resultado.
Los deberes de medios o de diligencia, son, notablemente, realizar los esfuerzos conducentes al adecuado desarrollo del objeto social, velar por el estricto cumplimiento de las disposiciones legales (de toda índole) y estatutarias, y porque se permita la adecuada realización de las funciones encomendadas a la revisoría fiscal (Núm. 1 a 3, Art. 23).
De resultado, son guardar y proteger la reserva empresarial de la sociedad, dar un trato equitativo a todos los socios y respetar el ejercicio del derecho de inspección a todos ellos, y, entendidas como obligaciones de abstención (es decir, prohibiciones), abstenerse de utilizar indebidamente información privilegiada y de participar por sí o por interpuesta persona en interés personal o de terceros, en actividades que impliquen competencia con la sociedad o en actos respecto de los cuales exista conflicto de intereses, salvo autorización expresa de la junta de socios o asamblea general de accionistas (Núm. 4 a 7, Art. 23 Ibid.).
Esta distinción es muy importante, al momento de demostrar la ocurrencia del hecho dañoso (la falta de conducta que se le pretende imputar al administrador).
5) El Art. 22 de la Ley 222 de 1995 es claro en advertir que los administradores no solamente son el representante legal, el liquidador, el factor, los miembros de juntas o consejos directivos (cargos para los cuales existe una determinada normatividad legal, respaldada con aquella que obligatoriamente, deben desarrollar los estatutos sociales, como parte integral del contenido del contrato de sociedad), sino quienes de acuerdo con los estatutos (o incluso, en situaciones de hecho) ejerzan o detenten esas funciones (esto es, da cabida a cargos diferentes de los allí reseñados).
Ello implica, además, que aún a falta de la prueba de las disposiciones estatutarias (cuando no se aporta copia del contrato social, como ocurrió en SC2749 – 2021), acudiendo a la ley imperativa (estatuto mercantil y demás normas legales y estatutarias, concordantes y vigentes) para poder establecer las facultades, funciones y deberes que a los administradores les corresponden.
6) La acción de responsabilidad contra los administradores, es de sujetos cualificados, a nivel activo, la sociedad, los socios y terceros; y a nivel activo, los administradores, según la definición amplia del Art. 22 de la Ley 222 de 1995.
La legitimación por activa es importante, pues establece dos posibles acciones indemnizatorias, a saber: (a) acción individual de responsabilidad (cuyo titular puede ser el socio o el tercero), y (b) la acción social de responsabilidad (cuyo objeto es resarcir el patrimonio social). Ésta última, requiere, como requisito de procedibilidad, de la toma de decisión por el máximo órgano social (según los parámetros del Art. 25, Ley 222 de 1995). La acción individual de responsabilidad (que ha sido ejercida por socios, pero generalmente como terceros, que incluyen a extrabajadores, e incluso a la hija menor de edad de una persona fallecida en un accidente, como ocurrió en SC del 8 de agosto de 2013) no exige agotar tal requisito.
7) El tema más crítico: la prescripción extintiva de la acción. El Art. 225 de la Ley 222 de 1995, estableció que las acciones civiles derivadas del incumplimiento de las obligaciones, o de la violación a lo previsto en el Libro II del Código de Comercio, o de esta misma Ley 225 (lo que lógicamente, incluye lo establecido en los Arts. 22 a 25, sobre el régimen de responsabilidad de los administradores) prescribirá en cinco (5) años, salvo que en esta misma ley se haya señalado expresamente otra cosa.
Cuando la Corte (en SC19300 – 2017) trató el tema de esa prescripción especial de cinco años (pero hablando de la responsabilidad específica del liquidador, contenida en el texto (original, que no ha sido modificado) del Art. 256 C. de Co., reiteró la legalidad de dicho término (la mitad del previsto por el Art. 2535 C.C.), y además la especificidad del hito temporal a partir del cual se inicia el cómputo del término prescriptivo (la aprobación de la cuenta final de la liquidación, entendida dicha fecha, en el momento en que ésta se inscriba en el registro mercantil).
La Corte fue muy clara en advertir que no aplicaba como hito, el momento en que la obligación (aquí, de resarcir el daño causado) se volviera legalmente exigible, sino la data particular, fijada en el Art. 256 C. de Co.
Aplicado lo expuesto, a la prescripción extintiva aplicable a la acción de responsabilidad de los administradores (bien sea, social o individual, el Art. 225 de la Ley 222 no distingue), le aplica supletoriamente el Art. 2535 C.C., exclusivamente en cuanto a iniciar a computar el término prescriptivo, desde que la obligación (de resarcir los daños) se haga exigible.
Por supuesto, ello implica que el término especial de prescripción (el de 5 años) se mantiene, independientemente de que la acción sea social (y necesariamente, contractual) o individual (y por contera, extracontractual), pues el régimen especial de la Ley 225 de 1995 está contenido en dicha ley, y la previsión especial del Art. 225 de la misma (que establece dicho término especial y más corto, de prescripción extintiva) le aplica a la acción, indistintamente de que sea ejercida por la sociedad, por los socios o por terceros.
En consecuencia, sabiendo que las obligaciones impuestas por la Ley 222 de 1995 a los administradores son positivas (de actuar) y negativas (de abstención), y que el incumplimiento de dichas obligaciones y deberes puede ser por acción o por omisión (conductas que pueden ser de carácter instantáneo o permanente, esto es, que se perpetúen en el tiempo), es lógico concluir que cada incumplimiento o falla de conducta debe analizarse uno a uno (para demostrar, caso a caso, el inicio del conteo de la prescripción), y que es fáctica y jurídicamente imposible que una persona siga incurriendo en dichos incumplimientos, cuando cesó en su función como administrador.
Hasta una nueva oportunidad,
Camilo García Sarmiento
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