Características de la responsabilidad civil por abuso del derecho de litigar (jurisprudencia CSJ, 1935 - 2025)
Hola a todos:
El Art. 78 C.G.P., siguiendo una línea que, como más adelante se advertirá, viene del Código de Procedimiento Civil y llega hasta el antiguo Código Judicial, consagra como deberes de las partes y sus apoderados, entre otros, proceder con lealtad y buena fe en todos sus actos (Núm. 1, Art. 78), y obrar sin temeridad en sus pretensiones o defensas y en el ejercicio de sus derechos procesales (Núm. 2, Ibid.).
A continuación, el Art. 79 Ejúsdem, consagra seis (6) eventos en los cuales se presume que ha existido temeridad o mala fe:
1) Cuando sea manifiesta la carencia de fundamento legal de la demanda, excepción, recurso, oposición o incidente, o a sabiendas se aleguen hechos contrarios a la realidad.
2) Cuando se aduzcan calidades inexistentes.
3) Cuando se utilice el proceso, incidente o recurso para fines claramente ilegales o con propósitos dolosos o fraudulentos.
4) Cuando se obstruya, por acción u omisión, la práctica de pruebas.
5) Cuando por cualquier otro medio se entorpezca el desarrollo normal y expedito del proceso.
6) Cuando se hagan transcripciones o citas deliberadamente inexactas.
A su vez, el Código Disciplinario del Abogado (Ley 1123 de 2007), estatuye como deberes del abogado, en su Art. 28, entre otros, abstenerse de incurrir en actuaciones temerarias de acuerdo con la ley (Núm. 16, Ibid.). Consagra como faltas contra la dignidad de la profesión, entre otras, obrar con mala fe en las actividades relacionadas con el ejercicio de la profesión (Núm. 4, Art. 30, falgtas contra la dignidad de la profesión), injuriar o acusar temerariamente a los servidores públicos, abogados y demás personas que intervengan en los asuntos profesionales, sin perjuicio del derecho de reprochar o denunciar, por los medios pertinentes, los delitos o las faltas cometidas por dichas personas (Art. 32, faltas contra el debido respeto a la administración de justicia y a las autoridades administrativas), promover una causa o actuación manifiestamente contraria a derecho (Núm. 2, Art. 33, faltas contra la recta y leal realización de la justicia y los fines del Estado), promover la presentación de varias acciones de tutela respecto de los mismos hechos y derechos (Núm. 3, Art. 33 Ibid.), proponer incidentes, interponer recursos, formular oposiciones o excepciones, manifiestamente encaminados a entorpecer o demorar el normal desarrollo de los procesos y de las tramitaciones legales y, en general, el abuso de las vías de derecho o su empleo en forma contraria a su finalidad (Núm. 8, Art. 33 Ibid.), aconsejar, patrocinar o intervenir en actos fraudulentos en detrimento de intereses ajenos, del Estado o de la comunidad (Núm. 9, Art. 33 Ibid.), efectuar afirmaciones o negaciones maliciosas, citas inexactas, inexistentes o descontextualizadas que puedan desviar el recto criterio de los funcionarios, empleados o auxiliares de la justicia encargados de definir una cuestión judicial o administrativa (Núm. 10, Art. 33 Ibid.), y promover o fomentar litigios innecesarios, inocuos o fraudulentos (Núm. 1, Art. 38, faltas contra el deber de prevenir litigios y facilitar los mecanismos de solución alternativa de conflictos).
Todas estas conductas disciplinables, tienen relación estrecha con las descritas en el Art. 79 C.G.P., el cual, a su vez, en el Art. 80 Ejúsdem, al consagrar la responsabilidad patrimonial de las partes, indica que cada una de las partes responderá por los perjuicios que con sus actuaciones procesales temerarias o de mala fe cause a la otra o a terceros intervinientes. Cuando en el proceso o incidente aparezca la prueba de tal conducta, el juez, sin perjuicio de las costas a que haya lugar, impondrá la correspondiente condena en la sentencia o en el auto que los decida. Si no le fuere posible fijar allí su monto, ordenará que se liquide por incidente. A la misma responsabilidad y consiguiente condena están sujetos los terceros intervinientes en el proceso o incidente. Siendo varios los litigantes responsables de los perjuicios, se les condenará en proporción a su interés en el proceso o incidente.
Hablando de la responsabilidad patrimonial de apoderados y poderdantes, finaliza el Art. 81 Ejúsdem, señalando que al apoderado que actúe con temeridad o mala fe se le impondrá la condena de que trata el artículo anterior, la de pagar las costas del proceso, incidente o recurso y multa de 10 a 50 SMMLV. Dicha condena será solidaria si el poderdante también obró con temeridad o mala fe. Copia de lo pertinente se remitirá a la autoridad que corresponda con el fin de que adelante la investigación disciplinaria al abogado por faltas a la ética profesional.
Por lo tanto, en el C.G.P., se evidencia un tratamiento muy tajante con respecto a los actos de temeridad en el proceso, lo cual ha sido consecuente al tratamiento que la jurisprudencia (civil, constitucional y penal) de nuestras altas Cortes, ha dado al abuso del derecho de litigar, cuyo desarrollo voy a exponer a continuación, con énfasis en su naturaleza como fuente de responsabilidad civil extracontractual, y caso particular del principio del abuso de los derechos:
En materia civil, de antaño la Sala de Casación Civil (analizando el abuso del derecho a litigar, especialmente en cuanto al límite al embargo de bienes, y a las denuncias criminales que terminan en archivo o sobreseimiento), se ha dejado claro que el hecho de no alcanzar éxito en una acción judicial, por sí solo no acredita temeridad, y que la apreciación de ésta corresponde al sentenciador de instancia (SC del 12 de febrero de 1959, M.P.: Salazar T., G.).
El abuso del derecho por embargo innecesario de bienes en un proceso ejecutivo fue discutido por primera vez (sin éxito) en SC del 30 de octubre de 1935 (M.P.: Rocha, A.). Allí se dijo que el uso anormal, mal intencionado, imprudente, inconducente o excesivo en relación con la finalidad que legítimamente ofrecen las leyes rituales para el reconocimiento, efectividad o defensa de un derecho, degenera en abuso del derecho a litigar y en cada caso particular el juez puede juzgar que constituye un caso de culpa civil. El exceso de daño sufrido posiblemente, distinto de costas, a consecuencia de una acción judicial temeraria o maliciosamente ejercitada, es necesario demostrarlo como objetivamente cumplido, a causa y con motivo de aquella actuación, en acción ordinaria y distinta, con audiencia del litigante temerario o malicioso y ya dentro de las normas generales de responsabilidad que informan el Art. 2356 C.C.
En SC del 5 de agosto de 1937 (M.P.: Mújica, J.), se discutió sobre la responsabilidad civil derivada de denuncios criminales temerarios, imprudentes o ligeros. Allí se dijo que es erróneo afirmar que el acto abusivo es simplemente una extralimitación del derecho que coloca a aquel bajo las apariencias de éste, porque no puede comprometer su responsabilidad quien usa de su derecho, pues el juzgador ha de colocarse desde un punto de vista en que contempla la doble acepción del derecho, a saber: la de juridicidad, o sea, la de conjunto de reglas sociales, y la de prerrogativa determinada, esto es, la de poder o facultad que concede al individuo el ordenamiento jurídico como medio para la satisfacción de sus intereses humanos particulares. El Art. 2341 C.C., no distingue si el hecho allí previsto haya sido realizado en virtud de la simple libertad o en el ejercicio de un derecho definido, porque la palabra culpa no supone necesariamente extralimitación de un derecho, ni el vocablo daño envuelve ausencia de derecho en quien lo causa. Afirmar lo contrario, es una petición de principio, desde luego que vendría a definir la culpa, que es la causa, por el daño que es el efecto, cuando lo hay, o viceversa. La noción de culpa, por lo tanto, no es el elemento diferenciador entre los actos ilegales y los abusivos.
De acuerdo con la naturaleza del abuso cometido en el ejercicio del derecho, la culpa puede ser examinada a la luz de los criterios intencional, técnico, económico o social. En ese fallo, se acogió el criterio técnico, formulado sobre la circunstancia de que el denunciante (demandado) ejercitó su derecho, sin extralimitarlo, de denunciar un delito para proteger al mismo tiempo sus propios intereses, cumpliendo así el mandato legal de informar respecto de una infracción penal a las autoridades. Pero, descartando en el demandado la intención de dañar al actor, lo cierto fue que el denunciante cometió un error de técnica en la elección de la vía penal, o error de conducta en que no hubiera ocurrida una persona diligente colocada en las mismas circunstancias externas del denunciante, revelando la sentencia de sobreseimiento definitivo a favor del actor, en la conducta del que ejerció el derecho de denunciarlo criminalmente, la ausencia de las precauciones que la prudencia de un hombre atento y diligente hubiera adoptado. Por consiguiente, era dable imputar responsabilidad a los autores de denuncios hechos temeraria o imprudentemente, a la ligera, imputándolos perentoriamente a determinada persona (debiéndose ello a que hoy es más frecuente la responsabilidad con ocasión del ejercicio de un derecho, que la surgida de obrar sin derecho), sin que se pretenda establecer la responsabilidad cuando no acompaña el buen éxito a quien ejercitó una acción, porque ello equivaldría a consagrar el absurdo de que quien pierde el pleito incurre en culpa mecánicamente. Pero cuando el error técnico del actor se halla evidentemente caracterizado, su culpa sí existe (SC del 5 de agosto de 1937, M.P.: Mújica, J.).
Nuevamente, con respecto a la responsabilidad por abuso del derecho a litigar, por denuncios criminales, se dijo en SC del 24 de agosto de 1938 (M.P.: Salamanca, H.), que la facultad de denunciar delitos no es ilimitada, sino que debe ejercerse sin abusar del derecho. En dos casos bien distintos tiene ocurrencia el fenómeno jurídico del abuso del derecho: (a) cuando se ejerce con la única intención de causar un daño o sin motivo legítimo, esto es, correctamente en el sentido de la legalidad, pero injustamente, lo que sucede en los actos propiamente abusivos; y (b) cuando el derecho se ejerce de una manera mal dirigida, es decir, distinta de su propia y natural destinación o fuera de sus límites adecuados, casos éstos en que la intención maliciosa cede su lugar preferente a la desviación en el ejercicio del derecho como elemento constitucional de la culpa y que constituyen los llamados actos excesivos. En ambos casos, la actividad es evidentemente contraria a derecho, ilícita, constitutiva de culpa. Allí se señaló que, para condenar a autor de una queja o denuncia, los tribunales franceses exigían que ésta haya sido puesta temerariamente, a la ligera, sin verificaciones suficientes, según lo anotan los hermanos Mazeaud.
En SC del 24 de marzo de 1939 (M.P.: Hinestrosa Daza, R.), se indicó que al abuso del derecho y el fraude a la ley tienen muchos puntos en contacto. En todo abuso del derecho hay un fraude a la ley que lo establece y en toda violación indirecta de la ley hay un abuso del derecho respectivo. La noción de abuso del derecho implica una culpa en su ejercicio y en rigor de verdad en esto consiste. Si se opta por el criterio de subjetividad es en la intención de dañar en donde puede encontrarse; si se da prevalencia al criterio objetivo, es la anormalidad de ese ejercicio lo que lo determina. La primitiva teoría del frau legi entre los romanos ha sido sólidamente establecida en la jurisprudencia universal. En lo general no se viola la ley con el propósito de violarla, sino con el de lograr fines distintos para los cuales la violación es solo un medio; pero esta consideración no se opone al concepto de fraude. En otras palabras: puede haber aquel propósito y buscarse por sí mismo; pero no es necesario que lo haya para que el fenómeno se produzca y generalmente no lo hay. Del propio modo, si en lo general ese fraude daña a terceros, este elemento tampoco es necesario para que se produzca.
En SC del 19 de mayo de 1941 (M.P.: Escallón, L.), se dijo que no siempre que se intenta un pleito y el actor no triunfa, como sucede con frecuencia, puede decirse que hay abuso del derecho, porque si es evidente que el antiguo Art. 194 del Código Judicial (el cual establece que el procedimiento civil regula el modo como deben ventilarse y resolverse los asuntos civiles cuyo conocimiento se somete al poder judicial), está condicionado a que el ejercicio de la acción incoada sea serio y recto, también lo es que reemplazando en toda sociedad civilizada el derecho a la fuerza, está atribuido a los jueces dar a cada uno lo que le corresponde, según las normas legales y las diferencias entre los particulares se someten a la decisión de la autoridad competente, por cuanto es la diversidad de conceptos, los diferentes aspectos de una cuestión, las diferentes pruebas, las que suscitan la controversia entre los particulares, que no pudiendo resolver éstos hace menester el imperio de la decisión judicial, toda vez que una de las partes no puede erigirse en juzgadores de la contraria.
En SC del 27 de mayo de 1943 (M.P.: Hinestrosa Daza, R.), se discutió sobre el abuso del derecho a litigar en la acción de nulidad de un remate, en el cual aparecía un mutuo abuso del derecho. Distinguiendo entre ejercicio abusivo de un derecho efectivo y la arrogación de un derecho, puesto que, aunque en ambos casos en habiendo culpa hay la consiguiente obligación de indemnizar el perjuicio que se haya causado, esta igualdad de conclusión no autoriza a pasar por alto la diferencia de las fuentes. Estrictamente hablando, no es en abuso del derecho en lo que incurre quien, atribuyéndose uno de que carece, daña a un supuesto obligado o a quien, estándole obligado, no puede ser cumplido en la forma en que aquél lo hace. Ejemplo de esto, de no infrecuente ocurrencia, es la pretensión de dar cariz de delito al incumplimiento de una obligación civil con el fin de forzar el pago por el temor de los perjuicios de todo orden, cardinalmente morales, que apareja a una persona el aparecer como delincuente. Y ejemplo de lo primero, muy señalado por la feliz constancia de mediar disposición legal escrita, es la limitación que el antiguo Art. 283 del Código Judicial (en cualquier estado del juicio en que el demandado compruebe que hay exceso en el secuestro, debe reducirse éste a aquellos bienes cuyo valor se estime suficiente para garantizar los derechos del demandante) ha puesto a la potestad conferida al acreedor por el Art. 2488 C.C. (toda obligación personal da al acreedor el derecho de perseguir su ejecución sobre todos los bienes raíces o muebles del deudor, sean presente o futuros, exceptuándose solamente los no embargables designados en el Art. 1677 Ibid.); así, como la expresión misma lo indica, el abuso del derecho comienza por afirmar desde luego un derecho que asiste a quien lo ejercita. El abuso consiste en que en este ejercicio se exceda o se desvíe de los fines que económica y socialmente corresponden, y así perjudique al perseguido, sin siquiera obtener las más de las veces provecho para sí.
En SC del 7 de marzo de 1944 (M.P.: Hinestrosa Daza, R.), nuevamente se discutió sobre el abuso del derecho a litigar, hablando de la acción petitoria de pago de perjuicios materiales y morales por denuncia criminal seguido de sobreseimiento definitivo. Allí se dijo que la teoría del abuso del derecho o, más ceñidamente, la posibilidad de que su uso por excesivo o desviado justifique una demanda de indemnización de perjuicios consiguientes a ese exceso o desvío, está admitida y sostenida uniformemente por la Sala en repetidas sentencias, al punto de constituir doctrina jurisprudencial.
La SC del 19 de mayo de 1941 (remembrada en 1944) cita la que la Corte pronunció en 1899 en que, sin nombrar aún la figura del abuso del derecho, la presintió para nuestra jurisprudencia e indicó su ajustamiento a nuestro sistema legal, declarando desde entonces que el derecho solo puede existir para satisfacer necesidades justas, legítimas y racionales y teniendo en cuenta que nadie puede tener una facultad emanada de la norma del derecho objetivo cuya finalidad no solo sea estéril para el bien propio, sino dañosa para los demás o para el fin social. Así se preludiaba lo que han expuesto uniforme y reiteradamente las sentencias de la Sala relacionadas con esa tesis, a partir de 1935. Según ella, el derecho reconocido o conferido por las leyes al individuo mira, ante todo, al bien social y al interés público; de suerte que, al ejercitarlo, el individuo en forma reñida con ese interés público, con ese bien social, ya por llevarlo en su ejercicio más allá de lo señalado por su propia seguridad y conveniencia, ya al desviarlo de su fin estricto y efectivo, no puede ampararse con la máxima nemo laedit., porque con ese exceso o desvío sí lesiona, sí perjudica, sí, daña. De otro lado, como también oficiosamente lo han declarado aquellas de las citadas sentencias en lo tocante al abuso del derecho motivado por denuncios criminales, la Sala se ha guardado de reputar comprobación de culpa del denunciante el mero hecho de que a favor del demandado haya habido un sobreseimiento, entre otras razones por la decisión de que, si se conceptuara que en éste hay una prueba de culpa y aun de dañada intención, como algunos pretenden, se privaría a la sociedad del concurso de los asociados solicitado por la ley al punto de imponerlo como obligación cuando habla en esta calidad de la noticia que ha de dar cada cual a las autoridades de los delitos de que tenga conocimiento, so pena, el algunos casos, de hacerse sospechoso como cómplice o encubridor en faltando a ese deber.
Según aquel fallo (remembrado en 1944), si el denunciante quedara vinculado a la condena del imputado en forma que sin ella se le tuviese por incurso en culpa y, por ende, señalado como reo en futuro pleito de indemnización, nadie denunciaría delito alguno o muy pocos afrontarían esa contingencia, ya que, ante las incertidumbres de un proceso, rara vez será posible vaticinar con seguridad su resultado. No pudiendo el solo sobreseimiento determinar el concepto de si la denuncia ha sido o no dolosa o culposa, la decisión al respecto ha de buscarse en todos los hechos pertinentes, en las circunstancias y particularidades de cada caso, en lo que constituye la situación de las cosas, su estado ambiental por decirlo así, en la época en que la denuncia se formuló, a fin de establecer si para entonces hubo o no un error de conducta en formularla. Si en todo proceso precisamente el sentenciador ha de analizar las probanzas, tal vez en ninguno como en los de culpa aquiliana es esa obligación más imperiosa. Así ha procedido la Corte en las citadas sentencias.
También a ese respecto, se agregó que el Art. 2341 C.C., obliga a indemnización al que ha cometido un delito o culpa que ha inferido daño a otro, por donde se ve que no es necesaria la dañada intención para que aquella obligación se produzca, puesto que la culpa basta, en su caso, del propio modo que, conforme al Art. 2356 Ibid., no es necesaria la malicia, pues basta la negligencia, en su caso, para que se produzca el deber de reparar el daño imputable a quien ha incurrido en ella. Por su parte, el Art. 34 de la Ley 57 de 1887 establece en su Inc. Final que, si el hecho es culpable, pero cometido sin intención de dañar, constituye un cuasidelito o culpa. Finalmente, se dijo en aquel fallo de 1944, que la indemnización por perjuicios morales tiene un carácter ejemplar, no indemnizatorio, pues en el fondo no es sino una pena privada que sanciona un deber moral (SC del 7 de marzo de 1944, M.P.: Hinestrosa Daza, R.).
Lo último expuesto, fue tenido en cuenta por la misma Corte, cuando entendió que sin pretender sostener que un sobreseimiento criminal originado de un denuncio, por sí solo, se considere como presunción de culpa a cargo del denunciante y fuente, por tanto, de responsabilidad civil y de culpa aquiliana, en el siguiente caso analizado dicho sobreseimiento pronunciado a favor del acusado reveló en sus términos que el denunciante procedió temerariamente, porque cuando presentó su denuncia ya conocía un proveído favorable al denunciado, donde se había decidido que no existía en aquel impedimento para fallar en un negocio civil; y también pudo darse cuenta e informarse que el denunciado no estaba ni siquiera ejerciendo funciones de abogado cuando intervino momentánea y verbalmente en el negocio al que se refería otro cargo contenido en el denuncio. Saltando entonces a la vista que hubo error de conducta, imprudencia en la actitud del demandado, que otra persona diligente, prudente y comedida no hubiera cometido en idénticas circunstancias, prudencia que es indispensable en las relaciones de los asociados para no incurrir en responsabilidad civil, condenándole en consecuencia a pagar la indemnización de perjuicios morales (SC del 15 de marzo de 1944, M.P.: Lequerica Vélez, F.).
Después de otro fallo (SC del 21 de febrero de 1946, M.P.: Tapias Pílonieta, A.), el abuso del derecho por interposición de una acción temeraria basada en el albur del proceso y sin consideración al derecho en discusión, más el desistimiento de un proceso inesperadamente para evitar un inminente fallo adverso que diere la victoria a la contraparte; fue discutido en SC del 28 de septiembre de 1953 (M.P.: Márquez Páez, A.).
En dicho fallo de 1953, acudiendo al antiguo Art. 575 del Código Judicial (que imponía condena en costas a quien temeraria o maliciosamente ejerciera la acción), aclaró que dicha norma no había establecido sinonimia entre aquellos dos adjetivos, sino que los había unido con una conjunción disyuntiva, danto a entender que cada uno de ellos tiene un significado específico propio. Temeridad, según la Real Academia Española, es la calidad de temerario; y temerario, según la misma obra, es inconsiderado, imprudente y que se expone a peligros sin meditado examen. En sentido forense, temerario significa imprudencia temeraria, la cual estaba definida así: punible e inexcusable negligencia con olvido de las precauciones que la prudencia vulgar aconseja, la cual conduce a ejecutar actos que, a mediar malicia en el actor, serían delitos. La temeridad, pues, no implica intención positiva y concreta de causar daño a las personas o a las cosas (que es lo significado por el otro término, malicia), sino falta de prudencia, de meditación, de cuidado, en una palabra, simple error de conducta. Justifíquese así en nuestro derecho procesal la condena en costas no solo por malignidad, sino por temeridad en el sentido expuesto, que no es otro que el de culpa leve, descuido ligero o falta de aquella diligencia y cuidado que los hombres emplean ordinariamente en sus negocios propios, a que se refiere el Art. 63, Inc. 2, C.C.
En aquel contexto (el del antiguo Art. 575 C.J.), si esto sucedía con las costas, que resarcen los perjuicios de índole procesal, o sea, los causados con el correspondiente juicio, otro tanto sucede con la más amplia indemnización que se deduzca en juicio separado por razón de los daños que tuvieron su origen en aquel otro pleito. A convencer de ello contribuyen de modo evidente los citados Arts. 2341 y 2356 C.C., incorporados en el Título 34 del Libro 4, sobre responsabilidad común por los delitos y las culpas, en los cuales tanto éstas, en sus modalidades de imprudencias o descuidos, como los delitos civiles y penales, son fuente legal muy clara de la indemnización de perjuicios.
También se agregó que, como lo ha dicho la Corte, el abuso del derecho constituye una especie particular de la culpa aquiliana; por ende, en el abuso puede irse desde la culpa más grave, equivalente al dolo, en que el agente procede por la intención de causar daño (animus nocendi), hasta el daño ocasionado por simple negligencia o imprudencia no intencionada. Estará en el primer caso, por ejemplo, el acreedor que por su espíritu de precaución contra su deudor honorable, intempestivamente le ejecuta haciéndole un embargo excesivo de bienes en relación con el crédito que cobra, para empujarlo así aún hasta la ruina, o el litigante que confiando su causa menos en el examen cauteloso de su derecho que en el albur de todo pleito, promueve temeraria controversia judicial, y después de someter al adversario a larga, costosa y reñida lucha, inesperadamente desiste de ella, atento a eludir el inminente fallo adverso, que le diese a la contraparte la victoria judicial.
Finalizó este fallo diciendo que ha sido jurisprudencia invariable de la Corte, en punto a costas, la de que los jueces y tribunales tienen una absoluta libertad de criterio para apreciar la temeridad o malicia de los litigantes, por no haber, ni poderlas haber, en general, reglas precisas que la determinen. El juez que las impone falla en cierto modo en conciencia, sin sujeción a procedimiento alguno que permitiera a las partes debatir sobre la procedencia o improcedencia de esa condena accesoria. Pero cuando en juicio separado se pretende establecer la culpa en que un sujeto haya incurrido por abuso en el derecho de litigar, el actor que la aduzca como fuente de indemnización, debe probarla plenamente, según la regla contenida en el Art. 1757 C.C. (SC del 28 de septiembre de 1953, M.P.: Márquez Páez, A.).
La regla sentada, de que el insuceso de una demanda judicial no significa ni puede significar, por sí solo, abuso del derecho por parte del demandante, fue reiterada en SC del 30 de junio de 1955 (M.P.: Zuleta Ángel, A.), y luego en SC del 12 de febrero de 1959 (M.P.: Salazar T., G.).
En SC del 21 de noviembre de 1969 (M.P.: Cediel Ángel, E.), se reiteró que solamente hay responsabilidad civil extracontractual cuando al denunciar penalmente se abusa del derecho, debiéndose aplicar dicha teoría como responsabilidad cuasi delictual. Específicamente, se recordó que la Sala ha expresado que el derecho de formular los denuncios penales es constitutivo también de un deber legal, no es de por sí un acto que comprometa la responsabilidad civil del denunciante, pero que puede llegar a constituir una culpa cuando no ha sido realizado con objetivo serio, de buena fe, y sobre hechos reales. Quien con incuestionable buena fe lleva a conocimiento de la justicia ciertos hechos sospechosos y adecuados para base de investigación, y mejor que sean en propia defensa porque así el conocimiento es más completo, no compromete su responsabilidad, aunque la investigación criminal no concluya en la existencia de ningún delito, si los hechos son ciertos y en su denuncia, no se procedió temerariamente y con torcidos fines. Incumbiendo al actor, en el proceso civil de responsabilidad por tal denuncia, la carga de probar las circunstancias constitutivas de la culpa del denunciante, y al sentenciador deducir su existencia a través de los elementos de convicción aportados al proceso.
Desde SC del 11 de octubre de 1973 (M.P.: Giraldo Zuluaga, G., sobre abuso del derecho por la cautela sobre la totalidad de los bienes del deudor sin justificación, y por la omisión en el destrabamiento de bienes que no prestan ninguna garantía para la efectividad de la obligación perseguida), se ha dicho que se requiere temeridad o malicia para incurrir en responsabilidad. En concreto, allí se señaló que, con las excepciones legales, el acreedor de obligación personal tiene derecho a perseguir su ejecución sobre la totalidad de los bienes raíces o muebles de su deudor, como lo declara el Art. 2488 C.C.; empero, este derecho subjetivo no es absoluto de tal manera que su titular pudiera, haciendo uso de él, causar daño injustificado a su deudor, inmovilizando o rematando, sin necesidad, la totalidad de sus bienes, aunque legalmente sobre ellos exista prenda general. Tal la razón para que el Art. 2492 C.C., prescriba que el derecho del acreedor para que se vendan bienes del obligado, se limite a lo meramente indispensable para satisfacerle su crédito, incluso los intereses y los costos de la cobranza. “Hasta concurrencia” de estas sumas estatuye el precepto citado.
Desborda, pues, el límite de su derecho, quien conociendo lo que se le adeuda por capital e intereses y pudiendo calcular los costos de la cobranza, para garantizar el pago de estas sumas embarga bienes de su deudor en cuantía diez veces superior al monto de aquellas, y el que, pudiendo, no destraba los bienes que ninguna garantía prestan para la efectividad de la obligación perseguida, porque, en tal caso, es abusivo el ejercicio de la facultad que al acreedor concede la ley para lograr la tutela del Estado, con el fin de que su obligación insatisfecha se le pague con el producto de la subasta de bienes del obligado.
El Art. 2341 C.C. consagra el principio de que todo perjuicio causado por dolo o culpa obliga a su autor a la cabal indemnización. No se exige una determinada culpa para que surja la obligación de resarcimiento. Es suficiente una culpa sin calificación, una culpa cualquiera, desde luego que no es indispensable que el autor del daño haya actuado con intención positiva de inferirle o que se requiera, específicamente, que se le declare reo de una determinada clase de culpa. Y como el derecho de cada cual va hasta donde empieza el de su prójimo, resulta evidente que cuando su ejercicio traspase este límite, tal actividad puede implicar un claro abuso del derecho, que, si se origina en proceder culposo de su titular, compromete la responsabilidad personal de este si causa daño a terceros. Quien actúa así, no puede liberarse entonces del deber de indemnizar perjuicios, afirmando: feci sed jure feci (lo hice, pero lo hice con derecho), pues en principio, los derechos subjetivos no pueden ejercitarse en ámbitos que no estén tutelados por un interés serio y legítimo. Cuando su ejercicio se sale de esta esfera, el titular de la facultad deja de obrar conforme al derecho y su actuar se torna típico abuso de este; tal el motivo para que, con razón, hayan dicho en Francia los hermanos Mazeaud que no se nos han conferido nuestros derechos para que los ejerzamos con un fin puramente egoísta, sin tener en cuenta el influjo que pueda tener su ejercicio sobre nuestros semejantes, y que el interés social debe tener un sitio junto al interés individual del titular del derecho ejercido.
Ahora bien, como no son los mismos los elementos de la responsabilidad por abuso de un derecho subjetivo o por el del empleo de vías de derecho, necesario será advertir que, acogiendo en el punto lo que la doctrina francesa sostiene sobre el abuso de éstas últimas, tanto el Código de Procedimiento Civil (C.P.C.), como el actual Código General del Proceso (C.G.P.), para deducir responsabilidad a los terceros intervinientes, a las partes o a sus apoderados por los perjuicios que, con sus actuaciones procesales, causen a su adversario o a terceros, exige expresamente que esos actos sean fruto de la temeridad o de la mala fe.
Sin embargo, la doctrina jurisprudencial de la Corte sobre el abuso del derecho no sufre modificaciones relativamente a que el titular de un derecho subjetivo, cuando abuse en su derecho, no ya en las vías de derecho que utiliza para alcanzar su efectividad, comprometa su responsabilidad personal si, por cualquier especie de culpa, entonces, con tal proceder cause daño. Y existe culpa, entonces, siempre que el titular del derecho haya obrado como no hubiera obrado un individuo diligente y juicioso, situado en las mismas circunstancias externas que el autor de la culpa. En resumen, quien cometa abuso en la elección de las vías de derecho, es decir, en sus actuaciones procesales, también debe indemnizar el daño que cause, mas solo cuando su proceder haya sido temerario o malicioso. Y, en cambio, quien es reo del mismo abuso, mas no ya por la elección de las vías de derecho, se hace responsable, en principio, siempre que en su actuar haya obrado culposamente, a pesar de que su proceder no pueda calificarse como temerario o malintencionado. Ahora bien, como la responsabilidad civil por abuso de derechos subjetivos, generalmente en nada se separa de los lineamientos principales de la culpa aquiliana, o de la contractual, en su caso, sigue que al demandante no le basta con acreditar la existencia de ese abuso con la calidad de culposo, sino que es menester que demuestre el daño que haya padecido y la relación de causalidad entre éste y la culpa alegada. El abuso del derecho, pues, como especie de responsabilidad civil, solo puede ser fuente de indemnización cuando se prueba que existen los tres elementos clásicos de ella: culpa, daño y relación de causa, a efecto entre aquella y éste (SC del 11 de octubre de 1973, M.P.: Giraldo Zuluaga, G., reiterada en SC del 26 de enero de 1979, citada en SC del 24 de mayo de 1980, M.P.: Giraldo Zuluaga, G.).
En SC del 26 de enero de 1978, se dijo que es apenas claro que el titular de un derecho subjetivo es, en principio, la persona legitimada para ejercitarlo frente a quien la norma positiva material ha impuesto la obligación correlativa. Pero como quien demanda la intervención de la jurisdicción para el arreglo de los conflictos surgidos con sus conciudadanos, ha de obrar siempre sin temeridad, tanto en sus pretensiones como en el ejercicio de sus derechos procesales y, además, debe proceder con lealtad y buena fe, según lo impera el antiguo Art. 71 C.P.C., en caso de no observar esas pautas de mediana prudencia y dignidad, si causa un daño a la contraparte o a terceros, entonces el legislador sanciona su obrar temerario o malintencionado, y no simplemente cualquier clase de culpa, imponiendo por la temeridad o la mala fe en la escogencia de las vías de derecho, la obligación de indemnizar a la víctima por el abuso del derecho de litigar. Así está dispuesto expresamente en los antiguos Arts. 72 y 74 C.P.C.
El principio general, consagrado en el Art. 2341 C.C., relativo a que quien ha inferido daño a otro, intencional o culposamente, así la culpa sea leve o levísima, es obligado a la indemnización, es aplicable al campo del abuso del derecho, pero sólo en tratándose del ejercicio de un derecho subjetivo. Cuando, por el contrario, el abuso se ha realizado en la escogencia de las vías de derecho, es decir, en el ejercicio de los derechos procesales seleccionados para lograr la efectividad del derecho material discutido, entonces una culpa cualquiera del litigante no genera necesariamente, en caso de darse los otros elementos de la responsabilidad, la obligación de indemnizar. Desde luego que en la actividad procesal la ley no exige una máximo de cuidado, una diligencia suma, y como quiera que el contenido de las normas positivas no siempre ofrece una sola interpretación, el legislador sólo ha impuesto a los litigantes el deber de observar una conducta que excluya la mala fe y la temeridad, circunstancias éstas que ley presume en los siguientes eventos, según lo establece el antiguo Art. 74 C.P.C.; más es lógico que esta lista de casos no excluye la existencia de otros en que se haya actuado con mala fe o con temeridad. El catálogo copiado es de los episodios en que legalmente se presumen esas circunstancias, pero ello no quiere decir que no haya otros eventos en que se actúe de esa manera perniciosa (SC del 26 de enero de 1978).
Luego, se reiteró que la Corte ha tenido oportunidad de explicar que la responsabilidad por hechos dolosos o culposos, consistan o no en actos procesales o en la escogencia de las vías de hecho, es típicamente extracontractual, lo que sucede es que entre la responsabilidad general establecida en el Art. 2341 C.C., para quien, por su culpa, ha causado daño a otro y la especial consagrada en el antiguo Art. 72 C.P.C., para quien causa perjuicio con actuaciones temerarias o de mala fe, existe una clara diferencia: cualquier culpa, una culpa cualquiera, grave, leve o levísima, es suficiente para fundar la responsabilidad a cargo de su autor, según el artículo 2341; por el contrario, para fundarla a cargo del litigante, según el antiguo Art. 72 C.P.C., se exige que el acto procesal culposo, implique temeridad o mala fe, de lo que se concluye que las culpas leve y levísima no son fuente de responsabilidad en este último caso (SC del 24 de mayo de 1980).
En SC – 149 de 1988 (octubre 13, M.P.: Lafont Pianetta, P.), se reiteró que la denuncia penal y sus consecuencias internas y edemas no generan responsabilidad civil por daños y perjuicios, a menos que sea abusiva, que se obre con dolo o intención de causar daño, probados plenamente. Allí se explicó que la denuncia de la comisión de presuntas infracciones penales y, si fuere el caso, con indicación de su autor(o autores), motivada o no por el interés particular del resarcimiento de los perjuicios privados ocasionados, ha sido establecida como un acto oportuno (después de verificada su viabilidad), serio (de fundamentación razonable) y fundamentalmente destinado a dar cumplimiento al deber público y social, universal y legislativamente aceptado, de noticiar al Estado de tales hechos para que promueva, desarrolle y concluya la investigación y proceso penal correspondiente, para establecerlos e imponer a los responsables las sanciones pertinentes (con la reparación de los perjuicios del caso), razón por la cual su ejercicio se considera responsable y lícito, y no deja de serlo por la abstención de la apertura o conclusión del proceso por el sobreseimiento o absolución dela persona denunciada, quien, por consiguiente, carece de derecho a reclamar resarcimiento de los perjuicios sufridos.
Pero no acontece lo mismo con la ocasional denuncia abusiva, esto es, aquella que no acomodándose al citado deber (o al derecho de resarcimiento en su caso) sino. que, con libertad propia, distorsiona culpablemente su finalidad esencial, ocasionando con ella o sus consecuencias (v. gr., privación preventiva de la libertad, embargos, etc.) perjuicios a las personas denunciadas; la que, por el contrario, sí genera la responsabilidad civil extracontractual de resarcimiento de perjuicios conforme al Art. 2341 C.C. (SC del 5 de agosto de 1937), respaldado por el principio general del abuso de los derechos (Arts. 8, Ley 153 de 1887 y 830 C. de Co.). Se incurre en dicha culpabilidad cuando se obra con dolo o intención de causar daño con el proceso penal impertinente o se comete culpa o negligencia grave en la oportunidad (ligereza o precipitud) o seriedad (sin fundamentación a sabiendas o notoria) de la denuncia penal y actos posteriores (SC del 19 de agosto de1938 y 24 de marzo de 1939); y también con la promoción de publicaciones dolosas del denunciante, por medios de comunicación social, de informaciones penales inexactas del denunciado con propósitos certeramente temerarios, coactivos o lesivos de su patrimonio económico o moral, protegido legalmente aun en tales situaciones. Pero para ello es indispensable que se demuestren plenamente los elementos de la responsabilidad civil del acto o actos abusivos imputables al denunciante, los daños ocasionados al denunciado y la relación de causalidad directa entre ellos, so pena, en caso contrario, de quedar el denunciante, como arribase dijo, amparado por la ley y exonerado de toda responsabilidad civil (SC – 149 de 1988).
En SC del 6 de febrero de 1998 (M.P.: Lafont Pianetta, P.), y SC del 17 de septiembre de 1998 (M.P.: Bechara Simancas, N.), se volvió a discutir (infructuosamente) el abuso del derecho a litigar por denuncias penales temerarias.
En SC del 12 de julio de 1993 (reiterada después, en SC1144 – 2025, junio 4, M.P.: Guzmán Álvarez, M.), se dijo que, como especie particular de culpa aquiliana, el empleo abusivo de las vías de derecho sólo puede ser fuente de indemnización, cuando, simultáneamente con la demostración de la temeridad o mala fe con que actúa quien se vale de su ejercicio, el ofendido acredita plenamente el daño que ha sufrido y su relación causal con aquellas. De manera que ésta sigue la regla general predicable en materia de responsabilidad civil extracontractual, esto es, que el perjuicio sólo es indemnizable en la medida de su comprobación.
Nada distinto a lo ya expuesto emerge de la condena preceptiva al pago de perjuicios contemplada en el antiguo Art. 510 C.P.C. (hoy, Art. 443 – 3 C.G.P), pues si bien es verdad que su imposición otorga a la parte favorecida con la misma el privilegio de no tener que acudir a proceso diferente para obtener su indemnización, no por eso debe entenderse ella liberada de demostrar los requisitos comunes a esta especie de responsabilidad, por cuanto no es admisible colegir que con la consagración legal de esa condena el legislador se propuso establecer una presunción del daño. Dicho de modo diverso, el hecho de imponer la ley una condena preceptiva no implica para el beneficiario de ésta, un tratamiento favorable en materia probatoria que lo libere del deber de acreditar los elementos configurativos de la responsabilidad aquiliana (SC del 12 de julio de 1993, M.P.: Bechara Simancas, N.).
En SC – 193 de 1993 (diciembre 2, M.P.: Lafont Pianetta, P.), se reiteró que, como especie particular de culpa aquiliana, el empleo abusivo de las vías de derecho solo puede ser fuente de indemnización, cuando, simultáneamente con la demostración de la temeridad o mala fe con que actúa quien se vale de su ejercicio, el ofendido acredita plenamente el daño que ha sufrido y su relación causal con aquellas. De manera que ésta sigue la regla general predicable en materia de responsabilidad civil extracontractual, esto es, que el perjuicio sólo es indemnizab1e en la medida de su comprobación. Nada distinto a lo ya expuesto emerge de la condena preceptiva al pago de perjuicios contemplada en el Art. 510 C.P.C., pues si bien es verdad que su imposición otorga a la parte favorecida con la misma el privilegio de no tener que acudir a proceso diferente para obtener su indemnización, no por eso debe entenderse ella liberada de demostrar los requisitos comunes a esta especie de responsabilidad, por cuanto no es admisible colegir que con la consagración legal de esa condena el legislador se propuso establecer una presunción del daño.
Dicho de modo diverso, el hecho de imponer la ley una condena preceptiva como la consagrada en el Art. 510 C.P.C., no implica para el beneficiario de esta un tratamiento favorable en materia probatoria, que lo libere del deber de acreditar los elementos configurativos de la responsabilidad aquiliana. Fluye de lo expuesto que la condena preceptiva de que se habla no es tampoco de aplicación rígida ni automática. sino que está sujeta a la comprobación, por parte del interesado, de los elementos que la estructuran. Empero, es de ver que aún si se admitiera en gracia de discusión que la imposición de dicha condena es forzosa. al presumir la ley la ocurrencia de los perjuicios delante de los supuestos fácticos contemplados por el Art. 510 C.P.C., inclusive frente a esa consideración, se repite, sería pertinente ver que si bien es verdad ello implicaría el otorgamiento de un tratamiento más benigno en materia probatoria para el ejecutado, no lo es menos que lo así hipotéticamente consagrado sería predicable a lo sumo del proceso ejecutivo, pero en manera alguna del proceso ordinario, ante el cual hubiese tenido que acudir aquél para obtener la correspondiente indemnización. por cuanto, como bien vale la pena destacarlo, habría total autonomía entre uno y otro de esos procesos. Desde luego, así tuvieran que entenderse presumidos los perjuicios aludidos en el art. 510 del C.P.C., esa presunción devendría intrascendente en el proceso ordinario, como quiera que en éste fuese forzoso acreditar la existencia de estos para que pudieran entrar en el concepto de daño indemnizable (SC – 193 de 1993).
Años después, se señaló que perseguir bienes cuyo valor excede los límites establecidos por la propia ley, sin que concurra alguna de las circunstancias de excepción que ella misma indica, torna abusivo el ejercicio del derecho subjetivo establecido por el Art. 2488 C.C., y como se dijo, compromete la responsabilidad de quien así actúa, si con tal proceder causa un perjuicio y se le puede imputar un comportamiento temerario o de mala fe, pues al fin de cuentas el abuso se da en el empleo de las vías de derecho, es decir, en la actuación procesal, donde no basta para dar por descontado el elemento subjetivo de la responsabilidad personal, la culpa sin calificación alguna, sino una que haya sido fruto de la temeridad o la mala fe (SC del 27 de noviembre de 1998, M.P.: Ramírez >Gómez, J.).
El abuso del derecho por la ejecución de un deudor con cautelas excesivas respecto al crédito que se cobra también se discutió en SC del 2 de diciembre de 1993 (M.P.: Lafont Pianetta, P.), postulando que, si el secuestro es excesivo, es abusivo; agregando que basta que el afectado presente la liquidación de los perjuicios, junto con las pruebas que permitan demostrar su causación.
De existir la condena y no procederse de la manera allí descrita, existiendo un tajante término de caducidad, se aniquilarán las vías judiciales para exigir la reparación, como consecuencia del simple transcurso del plazo perentorio e impostergable para presentar la liquidación motivada, especificada y con petición de pruebas de la cuantía determinada (SC del 28 de abril de 2011, M.P.: Namén Vargas, W., citando SC del 30 de octubre de 1935, SC del 9 de abril de 1942, SC del 21 de febrero de 1938, SC del 11 de octubre de 1973, SC del 29 de octubre de 1979, SC del 19 de mayo de 1982, SC del 12 de julio y del 2 de diciembre de 1993, ambas, M.P.: Lafont Pianetta, P., SC del 2 de agosto de 1995, M.P.: Lafont Pianetta, sustitutiva; SC del 25 de febrero de 2002, SC del 14 de febrero de 2005, M.P.: Villamil Portilla, E.; reiterada en SC3930 – 2020, septiembre 19, M.P.: Quiroz Monsalvo, A.).
Por la vía del proceso de conocimiento, se debe probar la existencia, cuantificación y atribución de los daños causados, cuando no ha habido condena al pago de los perjuicios en el proceso de ejecución (SC del 15 de diciembre de 2009, M.P.: Díaz Rueda, R.) o se trate de un tercero (SC del 28 de abril de 2011, M.P.: Namén Vargas, W.; todas reiteradas en SC3930 – 2020, septiembre 19, M.P.: Quiroz Monsalvo, A.).
La responsabilidad de ejecutante por su temeridad en el embargo de bienes es extracontractual, así se la deduzca de una culpa probada (como el caso del Art. 2341 C.C., cláusula general de responsabilidad extracontractual: el que ha cometido un delito o culpa, que ha inferido daño a otro, es obligado a la indemnización, sin perjuicio de la pena principal que la ley imponga por la culpa o el delito cometido) o de una culpa presunta (caso del antiguo Art. 686 C.P.C., hoy Art. 596 C.G.P., sobre oposiciones al secuestro), ya que esa responsabilidad se ha producido por fuera de los marcos de un contrato, es decir, de un acuerdo de voluntades dirigido a generar obligaciones para las partes. Además, para la culpa especial del antiguo Art. 72 C.P.C. (hoy, Art. 80 C.G.P.: responsabilidad patrimonial de las partes) se exige que el acto procesal culposo, implique temeridad o mala fe, de lo que se concluye que las culpas leve y levísima no son fuente de responsabilidad en este último caso (SC del 24 de mayo de 1980, M.P.: Giraldo Zuluaga, G.).
Aclarando un poco más sobre el principio: feci sed jure feci (lo hice, pero lo hice con derecho) solo se excusa de responsabilidad cuando se hizo dentro de los límites del derecho mismo, es decir, cuando se usó de él, pues no se autoriza a causar perjuicios a otros por el uso que uno haga de su derecho si se rebasan las disposiciones legales o contractuales o consuetudinarias, ya que en este caso se trata del ejercicio abusivo de un derecho.
El antiguo Art. 513 C.P.C. (hoy, Art. 599 C.G.P.) decía que simultáneamente con el mandamiento ejecutivo, el juez decretará, si fueren procedentes, los embargos y secuestros de los bienes que el ejecutante denuncie como de propiedad del ejecutado, momento en el cual el juez podrá limitarlos a lo necesario, salvo que se trate de un solo bien o de bienes afectados por hipoteca o prenda que garantizan aquel crédito, o cuando la división disminuya su valor o su venalidad. Significa ello que el carácter excesivo de una cautela es un asunto que requiere considerar, no sólo el valor de los activos frente al monto de la obligación insatisfecha, sino que también las variables relativas al (a) número de bienes perseguidos, (b) existencia de garantías reales que graven los activos, y (c) efectos de la división en su valor comercial. Este entendimiento viene de SC099 – 1998, noviembre 27 (citada en SC3930 – 2020, octubre 19, M.P.: Quiroz Monsalvo, A.), en la que se dijo que perseguir bienes cuyo valor excede los límites establecidos por la propia ley, sin que concurra alguna de las circunstancias de excepción que ella misma indica, torna abusivo el ejercicio del derecho subjetivo establecido por el Art. 2488 C.C., y como se dijo, compromete la responsabilidad de quien así actúa, si con tal proceder causa un perjuicio y se le puede imputar un comportamiento temerario o de mala fe.
En tratándose de la imputación al pago de las costas procesales, el título XX del C.P.C. (ahora, Capítulo V – I – II – I del C.G.P.), adoptó un criterio eminentemente objetivo, esencialmente caracterizado por condicionar su imposición, sin otras cortapisas, al vencimiento puro y simple de la parte, esto es, sin reparar en la mala fe o la temeridad de su comportamiento. A diferencia, pues, de lo prescrito en el Código Judicial de 1931, en el que la condena al pago de las costas se encontraba supeditada, básicamente, a que el litigante sostuviese temeraria o maliciosamente, sin razón o fundamento apreciable, cualquier acción, excepción, oposición o incidente, el ordenamiento en vigor, dada la innegable dificultad práctica de comprobar los anteriormente reseñados aspectos subjetivos y tomando en consideración la moderna calificación de las costas como una disminución del derecho en pleito que debía resarcirse junto con éste, acudió a un mecanismo caracterizado por su simplicidad, aún a riesgo de reducir la amplitud que el sistema derogado podía ofrecer, consistente en atribuirle al vencido, sencillamente por ser tal, la obligación de pagar las costas del proceso.
Empero, esa imputación absoluta e incondicional de las costas al vencido, no impide la coexistencia de una responsabilidad subordinada a la comprobación en un determinado proceso de aquellas condiciones subjetivas del litigante, caso en el cual la condena adquiere un cariz singular que la entronca con las reglas generales del resarcimiento de los perjuicios, habida cuenta que no obedece ya a una imputación objetiva o de mera causalidad derivada del simple vencimiento, sino al resultado de una concreta situación del litigante que, fundada en la culpa, lo hace responsable de los perjuicios que irrogue a la parte contraria, esto es, como autor voluntario y consciente de un acto injusto.
Quiérase destacar, entonces, que de conformidad con el sistema actualmente vigente, la culpa del litigante, derivada de su temeridad o mala intención, no constituye el soporte medular de la condena a pagar las costas, pues para su asignación acudió el codificador, como ha quedado suficientemente dicho, a un criterio objetivo, ajeno, por ende, a tales consideraciones; sin embargo, por razones de diverso talante, entre ellas, el ponderable apremio de mantener el proceso ajustado a ineludibles principios de moralidad, lealtad y buena fe, así como la necesidad de resarcirle pronta y eficazmente al vencedor los perjuicios provenientes de la conducta culposa del contrario, aquellos aspectos subjetivos fueron tomados en consideración por el legislador, con un perfil similar al que se enseñoreaba en el Código Judicial para efectos de ordenar el pago de las costas, pero, esta vez, con el fin de hacerlo responsable por los perjuicios que con sus actuaciones procesales, temerarias o de mala fe cause a la otra o a terceros intervinientes (Art. 72 C.P.C., hoy, Art. 80 C.G.P.). De ahí que, prosigue el trasuntado precepto, cuando en el proceso o incidente aparezca la prueba de tal conducta, el juez, sin perjuicio de las costas a que haya lugar, impondrá la correspondiente condena en la sentencia o en el auto que los decida.
Si bien no puede negarse que se trata de dos conceptos distintos, a cuya desemejanza, inclusive se refirió esta Corporación diciendo que el derecho positivo diferencia nítidamente entre la condena al pago de la indemnización de perjuicios y la condena en costas, traduciéndose aquellos, en términos muy generales, en la disminución patrimonial que por factores externos al proceso en sí mismo considerado, pero con ocasión de él, hubiese podido sufrir la parte, al paso que las costas comprenden aquellos gastos que, debiendo ser pagados por la parte de un determinado proceso, reconocen a este proceso como causa inmediata y directa de su producción (Derecho Procesal Civil, Parte General, Jaime Guasp, pág. 530, citada en AC del 10 de junio 1998), no obstante tal distinción, se decía, debe señalarse que, tanto la condena al pago de los perjuicios ocasionados por la temeridad y la mala fe, como la imputación al pago de las costas procesales, constituyen un aditamento accesorio del derecho en litigio, de origen netamente procesal.
Cabe inferir, por consiguiente, respecto de la condena prevista en el Art. 72 C.P.C. (hoy, Art. 80 C.G.P.), lo que en su oportunidad dijera la Corte a propósito de la condena de costas fundada en la temeridad y la mala fe del litigante vencido, o sea, que tales condenas tienen siempre la calidad de accesorias del derecho principalmente deducido en juicio, y su falta de reconocimiento, o su reconocimiento indebido, no pueden fundar la casación del fallo en cuanto al derecho principal, por no poderse llegar a éste mediante lo accesorio. Y la segunda razón para no constituir un motivo de casación es que la condena en costas se subordina a la apreciación de la temeridad propia del fondo del derecho discutido por acción o excepción, de manera que es aquel derecho el que debe atacarse y no la represión o la temeridad con que se ejercitó, pues es lo que las costas sancionan. La sentencia recurrida examina el derecho que asiste a las partes, tal como quedó trabado en la litis contestación, sin que para alterarlo influya la mayor o menor o la ninguna temeridad con que se haya incoado o defendido posteriormente durante el proceso, y las costas sólo miran a este último aspecto. Por último, para apreciar la temeridad o malicia tienen los tribunales una absoluta libertad de criterio, por no haber, ni poderlas haber, en lo general, reglas precisas que la determinen, y envuelven por tanto cuestiones de hecho extrañas al recurso de casación.
En síntesis, habida cuenta que tanto la imputación al desembolso de las costas procesales, como la condena a pagar los perjuicios originados en la temeridad o mala fe del litigante, prevista en el Art. 72 C.P.C. (hoy, Art. 80 C.G.P.), consisten, no obstante las ya anotadas diferencias que las separan, en derechos accesorios nacidos dentro del proceso o con ocasión de éste, deben estar gobernadas, en materia de su alegación en casación, por el trasuntado criterio que se ha mantenido invariable en multitud de providencias (SC del 30 de agosto de 1999, M.P.: Castillo Rugeles, J.).
En este punto se aclara, que nuestro ordenamiento adjetivo civil, por regla general, prevé que la condena al pago de frutos, intereses, mejoras, perjuicios u otra cosa semejante, se hará en la sentencia por cantidad y valor determinados (Art. 283, Inc. 1°, C.G.P.); pero, excepcionalmente, en algunos eventos permite que se condene en abstracto, caso en el cual se liquidará por incidente que deberá promover el interesado mediante escrito que contenga la liquidación motivada y especificada de su cuantía, estimada bajo juramento, dentro de los treinta (30) días siguientes a la ejecutoria de la providencia respectiva o al de la fecha de la notificación del auto de obedecimiento al superior, trámite que, seguidamente advierte, se resolverá mediante sentencia (Inc. 3°, Cit.).
Una de esas excepciones es la prevista en el inciso final del Art. 359 Ibid., el cual establece que, si se declara infundado el recurso extraordinario de revisión, se condenará en costas y perjuicios al recurrente, y para su pago se hará efectiva la caución prestada.
Ahora, el derecho que surge para el favorecido con la condena queda condicionado a su demostración efectiva, en aplicación del Art. 167 C.G.P., en virtud del cual incumbe a las partes probar el supuesto de hecho de las normas que consagran el efecto jurídico que ellas persiguen, dado que la condena impuesta en la sentencia de revisión per se no supone que los perjuicios reclamados se causaron, por cuanto obedece a una imposición normativa.
En ese sentido, en el escenario del trámite incidental es necesario acreditar, además de la existencia y cuantía del daño padecido, la relación de causalidad entre éste y el recurso de revisión, que necesariamente debe encontrarse en la actuación procesal adelantada por el recurrente y con ocasión de haber impulsado esa impugnación extraordinaria (SC481 – 2022, marzo 18, M.P.: García Restrepo, Á.).
Este tema (abuso del derecho a litigar en el recurso de revisión) había sido discutido en SC15579 – 2016 (octubre 31, M.P.: Quiroz Monsalvo, A.).
En SC del 18 de febrero de 2000 (M.P.: Bechara Simancas, N.), se discutió el abuso del derecho a litigar (responsabilidad bancaria extracontractual) por el embargo de bienes que no eran de propiedad del ejecutado.
Volviendo al posible abuso del derecho por formular denuncias penales, en SC del 23 de junio de 2000 (M.P.: Jaramillo Jaramillo, C.), se volvió a sentar el criterio de que no constituye abuso de derecho la improsperidad de la denuncia, a menos que haya sido temeraria.
En este fallo, se dijo que al ejercicio legítimo de un derecho, o al cumplimiento de un deber legal, no puede hacérsele juicio de reproche por la sola circunstancia de que aquel, ulteriormente, resulte frustráneo (aún bajo el prisma finalístico), o porque éste (el deber) no genere las consecuencias jurídicas que justifican su razón de ser, menos aún si, hoy por hoy, gracias a su elocuente elevación (jerárquica) a canon constitucional, es necesario presumir la buena fe en las actuaciones de los particulares ante las autoridades públicas (Art. 83 C.P.).
De ahí que si dar la noticia de hechos supuesta o virtualmente delictuosos constituye para los habitantes del territorio nacional un insoslayable deber legal (Art. 25 C.P.P. de la época, Decreto 2700 de 1991), manifestación concreta, en este caso, del de colaborar con la administración de justicia (Núm. 7 Inc. 3, Art. 95 C.P.) y, por ende, de asumir un comportamiento cívico, acorde con la teleología que inspira la ciencia punitiva, de su cabal atención, per se, no puede predicarse un abuso del derecho, a menos que con el pretexto de ejercerlo se formule temeraria o torcidamente una queja (o denuncia) criminal, motivo por el cual la Corte ha señalado que poner en conocimiento de la autoridad competente un hecho presuntamente delictuoso, no es de por sí un acto que comprometa la responsabilidad civil del denunciante, doctrina reiterada por la Sala en SC del 13 de octubre de 1988, en la cual expresó que, en principio, la formulación de una denuncia por hechos presuntamente delictuosos, traduce el cumplimiento de un deber público y social, universal y legislativamente aceptado, de noticiar al Estado de tales hechos para que promueva, desarrolle y concluya la investigación y proceso penal correspondiente, para establecerlos e imponer a los responsables las sanciones pertinentes (con la reparación de los perjuicios del caso), razón por la cual su ejercicio se considera responsable y lícito, y no deja de serlo por la abstención de la apertura o conclusión del proceso por el sobreseimiento o absolución de la persona denunciada, quien, por consiguiente, carece de derecho a reclamar resarcimiento de los perjuicios sufridos, a menos, claro está, que la persona vinculada en forma arbitraria e injusta a un proceso penal como consecuencia de una noticia criminal o de una denuncia temeraria, demuestre plenamente los elementos de la responsabilidad civil del acto o actos abusivos imputables al denunciante, los daños ocasionados al denunciado y la relación de causalidad directa entre ellos, so pena, en caso contrario, de quedar el denunciante, como arriba se dijo, amparado por la ley y exonerado de toda responsabilidad civil.
Si esta doctrina cobija a todos aquellos casos en que una persona cumple con el deber de informar a las autoridades sobre la posible comisión de un hecho punible, con independencia de si fue agraviada con la conducta denunciada, con mayor razón debe abrigar a quien tiene, además, un interés particular, concurrente con el general que le habilita para dar la noticia criminal, pues al plausible propósito de colaboración con la justicia y, por contera, con la sociedad misma, se le apareja el justificado derecho de perseguir que se establezcan responsabilidades penales concretas e individuales a las que le sigan, si fuere el caso, las condignas sanciones económicas que resarzan el perjuicio a él irrogado (SC del 23 de junio de 2000, M.P.: Jaramillo Jaramillo, C., reiterada en SC del 7 de noviembre de 2000, M.P.: Ramírez Gómez, J., en la cual se resaltó también la procedencia de predicar responsabilidad extra contractual por este concepto, de las personas jurídicas, cuando quien formula la denuncia lo hace como directivo, trabajador o dependiente).
El abuso del derecho a litigar por denuncia penal fue vuelto a discutir en SC del 14 de febrero de 2001, y del 10 de septiembre de 2001, ambas, M.P.: Ardila Velásquez, M.; y luego en SC – 060 de 2004 (junio 30, M.P.: Munar Cadena, P.), esta vez, por la formulación de queja disciplinaria contra un abogado litigante. Luego, se volvió a discutir en SC del 27 de enero de 2005, M.P.: Villamil Portilla, E.; SC del 2 de febrero de 2005, M.P.: Munar Cadena, P. (citando SC del 9 de agosto de 2000 y SC del 6 de febrero de 1998, sobre la prueba de la culpa); SC del 25 de mayo de 2005 (M.P.: Munar Cadena, P.); SC del 14 de marzo y del 2 de agosto de 2006 (ambas, M.P.: Villamil Portilla, E., la última, citando SC del 17 de septiembre de 1998); SC del 18 de diciembre de 2009 (M.P.: Solarte Rodríguez, A.); SC del 11 de junio de 2010 (M.P.: Arrubla Páucar. J., en la cual se reiteró que no basta la declaratoria de improcedibilidad de la acción penal o la terminación del proceso, resolución inhibitoria, preclusión de la investigación o sentencia absolutoria, sino que es necesario acreditar plenamente el ánimo de perjudicar o que por parte del denunciante existió un error de conducta al formular la denuncia, en virtud a que en este tipo de controversias es punto de partida la presunción de buena fe que ampara las actuaciones de los particulares en todas las gestiones que adelantan ante las autoridades públicas, citando SC099 – 2006, agosto 2).
Como se dijo años después (SC del 1 de noviembre de 2013, M.P.: Solarte Rodríguez, A.), en el ámbito de los derechos subjetivos, singular trascendencia y valía ostenta el de litigar o de acudir a las vías judiciales, en tanto que es a través de su ejercicio, en términos generales, que se materializa la prerrogativa que la Constitución Política y la ley brindan a todas las personas de concurrir ante el órgano jurisdiccional del poder público en procura de obtener la protección debida de sus derechos, cualquiera que ellos sean e independientemente del motivo que provoque la necesidad de su salvaguarda, facultad que resulta fundamental en aras de la armonía, la paz y la seguridad, condiciones de vida de los asociados que en la estructura del Estado Social de Derecho se erigen, por una parte, como algunos de sus fines, según se desprende del inciso 1º del Art. 2º de la Carta de 1991, que prevé como tales, entre varios más, asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo, y, por otra, como un deber a cargo suyo, en tanto que es obligación de las autoridades proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias y demás derechos y libertades (Inc. 2º Ibid.).
Se trata, pues, de un legítimo derecho y, por ende, su utilización, en primer lugar, está comprendida tanto en la garantía general de protección a que acaba de aludirse, como en la especial de acceso a la administración de justicia, instituida en el Art. 229 Superior; y, en segundo término, entronca con el derecho al debido proceso que, según el Art. 29 Ibid., se aplica a toda clase de actuaciones judiciales y administrativas y obliga a que todo juzgamiento se haga conforme a las leyes prexistentes al acto que se imputa, esté a cargo del juez o tribunal competente, observe la plenitud de las formas propias de cada juicio, haga operante, entre otros, los principios de presunción de inocencia y doble instancia, vele por la efectiva defensa del procesado, no sea objeto de dilaciones injustificadas, asegure el derecho a la prueba y la contradicción de las que se aduzcan e impida que sean tenidos en cuenta los medios de convicción obtenidos ilícitamente.
Empero, como acontece con todos los derechos subjetivos, según ya se indicó, el de acudir a la administración de justicia tampoco es absoluto o irrestricto. La libertad que tienen las personas, por una parte, de acceder a ella y, por otra, de que, consiguientemente, puedan solicitar al Estado el reconocimiento y la protección de sus derechos, no significa que les sea dable acudir al aparato jurisdiccional para hacer efectivas sus prerrogativas cuando proceden con temeridad o mala fe. Es que el ejercicio del referido derecho está sometido, a su vez, a una serie de deberes que, en lo fundamental, según se desprende del artículo 71 C.P.C. (hoy, Art. 78 C.G.P.), se condensan en que las partes y los apoderados que las representen deben proceder con lealtad y buena fe en todos sus actos (Núm. 1º) y deben obrar sin temeridad en sus pretensiones o defensas y en el ejercicio de sus derechos procesales (Núm. 2º), disposiciones éstas que resultan complementadas con el artículo 74 Ibid. (hoy, Art. 79 C.G.P.), que definió casos en los cuales se presume la temeridad o mala fe.
Indispensable es enfatizar, por lo tanto, de conformidad con lo establecido en el antiguo Art. 72 C.P.C. (hoy, Art. 80 C.G.P.), que, de manera general y sin perjuicio, claro está, de supuestos particulares, sólo cuando se promueve un proceso o se realiza una actuación judicial con temeridad o mala fe, y así se comprueba, hay lugar a deducir de ese comportamiento responsabilidad civil respecto del gestor de la controversia o del trámite de que se trate, pues se estima que en tales supuestos se abusa del derecho de litigar y dicha forma particular del ilícito civil exige, en esos casos, un criterio de imputación subjetivo especifico, referido, se repite, a la temeridad o mala fe en el obrar (SC del 1 de noviembre de 2013, M.P.: Solarte Rodríguez, A., citando SC del 11 de octubre de 1973, M.P.: Giraldo Zuluaga, G., SC del 26 de enero de 1978, SC del 24 de mayo de 1980, SC del 27 de noviembre de 1998).
Ese criterio de la Corte, en los fallos proferidos con posterioridad a SC del 27 de noviembre de 1998, en lo sustancial, no se aprecia modificado y, por el contrario, se reafirma, en tanto que, en tales pronunciamientos, en lo tocante con el criterio de imputación en los casos de abuso del derecho de litigar, se ha hecho referencia, de manera general, a la actuación negligente, temeraria o maliciosa para obtener una tutela jurídica inmerecida (SC del 14 de febrero de 2005, M.P.: Villamil Portilla, E.; SC del 24 de enero de 2005, M.P.: Arrubla Páucar, J.; SC del 22 de febrero de 2005, y SC del 14 de noviembre de 2008, M.P.: Munar Cadena, P.; todas citadas en SC del 1 de noviembre de 2013, M.P.: Solarte Rodríguez, A.).
Es corolario de lo precedentemente expuesto que la responsabilidad que sobreviene como consecuencia del abuso del derecho de litigar es, a no dudarlo, de naturaleza extracontractual, pues, como se aprecia, la obligación resarcitoria no surge de la violación de una relación jurídica prexistente, sino del hecho mismo de haber actuado en un proceso por fuera del marco fijado por los antiguos Arts. 71 a 74 C.P.C., responsabilidad que, por consiguiente, en líneas generales, está disciplinada por el Art. 2341 C.C.. Empero, para que ella se configure, según se desprende de la interpretación armónica de esos preceptos, el factor de imputación, no obstante ubicarse en el campo subjetivo, es cualificado, en tanto que requiere que el agente causante del daño haya obrado con temeridad o mala fe, sin que, a diferencia del régimen general de la responsabilidad civil extracontractual, pueda tenerse como tal una culpa cualquiera.
Siendo ello así, es dable inferir que los elementos estructurales de dicha acción (la resarcitoria de los perjuicios causados por el abuso del derecho de litigar) son aquellos que tanto la doctrina como la jurisprudencia tienen definidos en todos los supuestos de responsabilidad civil extracontractual, con los ajustes que corresponde, es decir, (a) una conducta humana antijurídica, en este caso, el adelantamiento de un proceso o la realización de un acto procesal particular en forma desviada de su finalidad; (b) un factor o criterio de atribución de la responsabilidad, que en la referida hipótesis, como viene de explicarse, solamente puede consistir en la temeridad o mala fe; (c) un daño o perjuicio, es decir, un detrimento, menoscabo o deterioro, que afecte bienes o intereses lícitos de la víctima, vinculados con su patrimonio, con su esfera espiritual o afectiva, o con los bienes de su personalidad; y, finalmente, (d) una relación o nexo de causalidad entre el comportamiento de aquel a quien se imputa la responsabilidad y el daño sufrido por el afectado (SC del 1 de noviembre de 2013, M.P.: Solarte Rodríguez, A., reiterada en SC3840 – 2020, octubre 13, M.P.: Rico Puerta, L., sobre pretensión indemnizatoria frente a entidad bancaria por remate de inmueble en proceso ejecutivo hipotecario, cuya obligación, incorporada en un pagaré, se había extinguido por novación. Interpretación de la demanda como de responsabilidad civil que sobreviene como consecuencia del abuso del derecho a litigar).
Un ejemplo típico de demanda temeraria, por carencia (plenamente probada) de fundamento legal de la misma, se evidenció en SC del 29 de septiembre de 1998, M.P.: Lafont Pianetta, P., cuando a sabiendas, se hizo descansar la acusación de la demanda de casación en el aparte del texto de una demanda original, cuando ella había sido eficazmente reformada o corregida, sin contradicción de ésta.
El abuso del derecho a litigar en los procesos de pertenencia se discutió en SC del 13 de noviembre de 2001 (M.P.: Jaramillo Jaramillo, C.).
En otro caso (una demanda de casación, absolutamente desenfocada, sobre un proceso en el cual se pretendía declarar la inexistencia o ineficacia, pero no la nulidad, de un matrimonio de colombiano en el exterior), se pretendió (sin éxito) condenar la oposición de la esposa a las pretensiones del marido, presentándolas como temerarias, cuando nunca lo fueron (SC del 27 de agosto de 2002, M.P.: Ardila Velásquez, M.).
En SC del 25 de febrero de 2002 y SC del 14 de febrero de 2005 (M.P.: Villamil Portilla, E.), no se logró demostrar la culpa especial para la responsabilidad por abuso del derecho a litigar, por cuanto la entidad demandada tuvo motivos legítimos para promover el frustrado proceso ejecutivo, al estar dotada de un título ejecutivo que legitimaba su pretensión frente a la demandada. Por lo tanto, no hizo uso de su derecho con desmesura ni ligerea, solo procedió como lo haría cualquier acreedor ante la evidencia de una obligación insoluta. Todo para concluir que el triunfo de los demandados no les deriva, por sí solo, consecuencias adversas (SC del 25 de febrero de 2002).
En SC del 22 de octubre de 2003 (M.P.: Jaramillo Jaramillo, C.), no se encontró acreditado el abuso del derecho a litigar, porque el acreedor hubiera hecho uso del ius variandi de la acción de cumplimiento a la resolutoria por no haber podido obtener la satisfacción de la obligación.
En SC del 10 de abril de 2007 (M.P.: Munar Cadena, P., sustitutiva), se calcularon perjuicios por soportar juicio ejecutivo y práctica de cautelas con base en letra de cambio endosado con posterioridad a su pago.
En SC del 14 de noviembre de 2008 (M.P.: Munar Cadena, P.), habiendo probado la responsabilidad extracontractual por abuso del derecho a litigar, pero razonando ante la dificultad de estimar los perjuicios sufridos como resultado del secuestro de un vehículo, se señaló que el juzgador, estando cabalmente demostrado el daño, ante las dificultades probatorias para tasar un lucro cesante del que se tiene certidumbre o una alta probabilidad objetiva de acaecimiento (lucro cesante futuro), debe acudir a los métodos de evaluación desarrollados por la jurisprudencia y la doctrina y que permiten establecerlo, ya sea por analogía o comparación, o por proyección o modelización. El primero impone la adopción de un referente que refleje la afectación de la actividad a causa del hecho dañino, trátase usualmente del índice de negocios celebrados con anterioridad, en una situación similar a la que existía al momento de producirse éste; y en el segundo de ellos, se busca describir cómo hubiere funcionado la empresa si el daño no se hubiere producido, comparándolo con la situación realmente afrontada por ésta, sistema al cual solamente suele acudirse cuando no es posible comparación con modelos anteriores, como acontece con la fabricación frustrada de productos novedosos (citando SC del 8 de julio de 1964, SC del 1 de septiembre de 1959, SC del 26 de febrero de 1962, SC del 1 de junio de 1957, SC del 22 de julio de 1959, SC del 16 de agosto de 1963). Para la estimación de perjuicios, se acudió concretamente el primer método.
Otro ejemplo de liquidación de perjuicios, probada la responsabilidad extracontractual por abuso del derecho a litigar, fue SC del 2 de agosto de 1995 (M.P.: Lafont Pianetta, P.).
La responsabilidad extracontractual bancaria, por abuso del derecho a litigar, fue discutida nuevamente en SC del 27 de abril de 2009 (M.P.: Namén Vargas, W.) y SC del 13 de noviembre de 2012 (M.P.: Díaz Rueda, R.).
Como ya se dijo antes, por tratarse de un régimen de culpa probada, el demandante debe probar el elemento subjetivo de imputación en responsabilidad por abuso del derecho, bien sea en responsabilidad extracontractual (abuso del derecho a litigar), o en responsabilidad contractual (como cuando por supuesta temeridad y mala fe en la prestación de servicios bancarios en un contrato de mutuo se causan perjuicios, para lo cual debe determinarse si el ejercicio de una facultad fue arbitrario o desviado en responsabilidad contractual bancaria, SC del 15 de noviembre de 2013, M.P.: Solarte Rodríguez, A.).
En SC11770 – 2016 (agosto 26, M.P.: Cabello Blanco, M., sobre ausencia de acreditación del error de conducta del denunciante, por responsabilidad extracontractual derivada de la formulación de denuncia penal por los delitos de falsedad en documento privado y estafa, de los que es absuelto el demandante por duda razonable), se reiteró lo ya expuesto en SC del 24 de agosto de 1938, SC del 11 de octubre de 1977, SC del 7 de marzo de 1944, SC del 30 de abril de 1962, SC del 17 de septiembre de 1998 y SC del 2 de agosto de 2006.
Allí se dijo que la extensa transcripción jurisprudencial, hecha con la deliberada finalidad de reiterar la sólida posición que en esta materia ha mantenido la Sala de Casación Civil, muestra sin asomo de duda que la configuración de una responsabilidad civil por el hecho de formular una denuncia penal entraña una exigente prueba, el animus nocendi o el error de conducta en que consiste la culpa, desde luego que entender causado un perjuicio tan solo por denuncia penal que termina sin condena sería tanto como cercenar a los ciudadanos el derecho fundamental de libre acceso a la administración de justicia por el justo temor de que el denunciado le demande por perjuicios. Y privaría además al Estado de la esperada colaboración de aquellos en el mantenimiento de la armonía y paz sociales, denunciando los hechos que estiman delictivos.
Precisamente por los perjuicios potenciales y de todo orden que el acto de denuncia puede desencadenar, la Ley se ha cuidado de rodearlo de algunas exigencias mínimas, constatables en las diversas legislaciones que a lo largo del tiempo la han regulado: (a) debe hacerse bajo juramento; (b) verbalmente o por escrito, pero en todo caso se deja constancia del día y hora de su presentación; (c) debe estar motivada, pues ha de contener una relación detallada de los hechos que conozca el denunciante, y (d) este debe manifestar, si le consta, que los mismos hechos ya han sido puestos en conocimiento de otro funcionario.
A lo anterior se suma el hecho, también preventivo de daños potenciales, referido a que la autoridad competente califique esa primera información que recibe, debiendo inadmitir las denuncias sin fundamento. Y, a partir de 2002, en atención a lo dispuesto en el Acto Legislativo No. 2 de ese año, modificatorio del Art. 250 de la Constitución Política, quedó aún más precisado este actuar tutelar de derechos de terceros ante conductas virtualmente dañosas, al prescribirse en ese canon que la Fiscalía General de la Nación está obligada a adelantar el ejercicio de la acción penal y realizar la investigación de los hechos que revistan las características de un delito que lleguen a su conocimiento por medio de denuncia, petición especial, querella o de oficio, siempre y cuando medien suficientes motivos y circunstancias fácticas que indiquen la posible existencia del mismo.
Lo anterior pone de presente que para arribar a la conclusión de que una denuncia penal ha constituido la fuente de un daño resarcible, es menester la demostración de un juicio de reproche de la conducta del denunciante en cuanto que actuó con negligencia, imprudencia, malicia, temeridad, mala fe o dolo, cuestiones todas de hecho que el ordenamiento colombiano intenta detener en sus efectos, con la calificación de la misma denuncia por parte de la autoridad llamada a investigarla, con lo cual se obtiene una primera valoración sobre su seriedad cuando aquella autoridad la admite, y continúa durante la etapa de la investigación la que, si concluye en una acusación ante un juez penal, disipa aún más esas connotaciones culposas o dolosas que se exigen para la configuración de la responsabilidad civil. A lo anterior se suma el hecho de que, si a la sentencia penal absolutoria se llegó como consecuencia de dudas razonables de la autoridad sobre la autoría del punible o sobre la existencia del delito, y no por la cabal demostración de la inocencia del inculpado, sube de punto la dificultad probatoria de acreditar un error de conducta reprochable en la denuncia penal formulada (SC11770 – 2016, agosto 26, M.P.: Cabello Blanco, M.).
A ese respecto, en esa misma SC11770 – 2016, se recogió la jurisprudencia de la Sala de Casación Penal sobre el delito de falsa denuncia, advirtiendo que, el deber de denunciar que tiene toda persona previsto en el Art. 27 de la Ley 600 de 2000 (Art. 67 de la Ley 906 de 2004) con la excepción prevista en la Constitución y la Ley, se vincula con su derecho fundamental de acceso a la justicia y de la correlativa obligación de poner en conocimiento de las autoridades los delitos de cuya comisión tenga conocimiento.
Ese derecho-deber únicamente exige que el denunciante haga una narración veraz de los sucesos que como persona común le parece han de ser denunciados, sin que esté obligado a probar que esos hechos constituyan infracción a la ley penal, lo cual a su vez le permite cumplir con el deber de solidaridad con la comunidad al contribuir con la administración de justicia. Por lo que no se pretende abarcar la conducta del lego bajo el supuesto de ser preciso en la imputación jurídica; lo que él sanciona, es la denuncia objetivamente contraria a lo acaecido en el mundo exterior, esto es, la falsedad sobre algunos de los supuestos previstos en la norma, es decir que la persona señalada como autora o partícipe de un hecho no lo ha cometido o participado en él (AP del 13 de julio de 2009, SP del 10 de agosto de 2005, AP del 12 de marzo de 2008).
Así, es de la esencia del tipo de falsa denuncia la maliciosa intencionalidad que debe acompañar el comportamiento de su autor, vale decir, el denunciante temerario debe saber y tener la certidumbre de que la conducta que enrostra a una persona determinada, o no ha existido o en relación con ella el denunciado fue totalmente ajeno (SP del 22 de julio de 2010). En tal virtud, lo que sanciona el tipo penal es la falsa imputación de conductas punibles, a título de autor o participe, a una persona en concreto y bajo la gravedad de juramento, fundada en afirmaciones mendaces y con pleno conocimiento de ello (SP4364 – 2015, abril 16).
En SC3930 – 2020 (octubre 19, M.P.: Quiroz Monsalvo, A.), se discutió sobre la ocurrencia de abuso del derecho a litigar en proceso ejecutivo, al dar continuidad a la ejecución, por el remanente insoluto del perjuicio derivado de siniestro y el total de la condena judicial impuesta a la ejecutada, que promueve la subrogatoria y ante el embargo excesivo de bienes. No obstante, la Corte consideró que el ejercicio prospectivo y el sentido común de un eventual remate judicial brindan explicaciones razonables del comportamiento de la ejecutante en el coactivo.
En SC1066 – 2021 (abril 5, M.P.: Tejeiro Duque, O.), se discutió (infructuosamente, dada la ausencia de la prueba de la culpa, mala fe o temeridad de los litigantes y acreditación del interés jurídico de los accionistas) sobre la ocurrencia de abuso del derecho a litigar en proceso promovido ante la Superintendencia de Sociedades, para demandar la nulidad de la cesión de acciones y la responsabilidad del cedente, por quebrantar el derecho de preferencia, dado el interés del demandante en adquirir una participación en una IPS. Allí se advirtió que el abuso de las vías legales no se configura cuando una persona habilitada para disputar la validez de un negocio jurídico ejerce las acciones provistas para ese específico propósito, con independencia del resultado de esa gestión jurisdiccional.
En dicha sentencia, nuevamente se asentó que toda persona tiene derecho a acceder al sistema de justicia. Así lo prevé la Carta Política de 1991 en su Art. 229. Por ende, activar ese servicio público y esencial no genera per se ninguna responsabilidad ni débito indemnizatorio. Solo, excepcionalmente, cuando se hace con temeridad, mala fe, negligencia o intención dañina, el afectado puede, ahí sí, buscar la forma de ser desagraviado mediante la condigna reparación de los daños irrogados.
Empero, como en tal caso no hay vínculo material entre el ofensor y la víctima, la controversia debe resolverse en el ámbito de la responsabilidad civil extracontractual, bajo el sistema de la culpa probada establecido en el Art. 2341 C.C., que, para el caso, es cualificada, por lo que el reclamante debe demostrar una conducta humana antijurídica, en este caso, el adelantamiento de un proceso o la realización de un acto procesal particular en forma desviada de su finalidad; un factor o criterio de atribución de la responsabilidad, que en la referida hipótesis, como viene de explicarse, solamente puede consistir en la temeridad o mala fe; un daño o perjuicio, es decir, un detrimento, menoscabo o deterioro, que afecte bienes o intereses lícitos de la víctima, vinculados con su patrimonio, con su esfera espiritual o afectiva, o con los bienes de su personalidad; y, finalmente, una relación o nexo de causalidad entre el comportamiento de aquel a quien se imputa la responsabilidad y el daño sufrido por el afectado (SC del 1 de noviembre de 2013, M.P.: Solarte Rodríguez, A., reiterada antes en SC3840 – 2020, octubre 13, M.P.: Rico Puerta, L.).
La jurisprudencia ha identificado diversas situaciones constitutivas del abuso del derecho a litigar o de las vías legales, entre ellas, interposición de una acción temeraria basada en el albur del proceso y sin consideración al derecho en discusión (SC del 30 de octubre de 1935, SC del 10 de mayo de 1941 y SC del 28 de septiembre de 1953, entre otras); la formulación de una denuncia penal sin fundamento (SC del 21 de noviembre de 1969); el desistimiento de un proceso inesperadamente para evitar un inminente fallo adverso que diere la victoria a la contraparte (también, SC del 21 de noviembre de 1969); y la promoción de un compulsivo sin fundamento ni respaldo (SC del 15 diciembre de 2009, M.P.: Díaz Rueda, R.).
En SC del 30 de octubre de 1935, la Corte precisó que la existencia de un Código de Procedimiento Civil para regular el modo como deben ventilarse y resolverse las transgresiones del derecho entre los particulares, significa que éstos pueden recurrir lícitamente a ese medio con que la sociedad ha querido sustituir el derecho a la fuerza. El mismo código, al regular el ejercicio judicial de los derechos, va determinando la extensión que puede haceres de las acciones tendientes a perseguir o defender un derecho. Y mientras el que recurre a él se mantenga dentro de los límites útiles y conducentes, hace uso de su derecho y a nadie daña. Pero el uso anormal, malintencionado, imprudente, inconducente o excesivo en relación con la finalidad que legítimamente ofrecen esas leyes rituales para el reconocimiento, efectividad o defensa de un derecho, degenera en abuso del derecho a litigar y en cada caso particular el juez puede juzgar que constituyen un caso de culpa civil.
Lo propio reiteró en SC del 14 de febrero de 2005 (M.P.: Villamil Portilla, E.), al destacar que el ejercicio abusivo del derecho a litigar es un fenómeno que puede configurar la responsabilidad civil extracontractual de quien acude a la jurisdicción de manera negligente, temeraria o maliciosa para obtener una tutela jurídica inmerecida; y replicó en SC3930 – 2020 (octubre 19, M.P.: Quiroz Monsalvo, A.) que el ejercicio del derecho a litigar es una prerrogativa que, si bien puede generar consecuencias negativas para quien tiene que resistir la pretensión, sólo comporta el débito indemnizatorio cuando a través de ella se busque agraviar a la contraparte o se utilice de forma abiertamente imprudente.
En compendio, cuando una persona acude al aparato judicial de mala fe, con negligencia, temeridad o animus nocendi, a reclamar un derecho a sabiendas que no le corresponde, con ello afecta, correlativamente, a quien tiene que resistir la pretensión, lo que ha forjado la teoría del abuso del derecho a litigar. En tal evento, el afectado, si aspira a ser desagraviado a través de la condigna indemnización de perjuicios, debe canalizar su reclamo a través de una acción de responsabilidad civil extracontractual y probar los siguientes elementos: (a) la existencia de una conducta antijurídica (dolo, culpa, temeridad o mala fe) del sujeto respecto de quien se dirige la acción; (b) el perjuicio sufrido y, desde luego, (c) la relación o nexo de causalidad entre el actuar de aquél a quien se imputa el daño sufrido por éste. Con todo, es el juez, en cada caso, el llamado a constatar si las pruebas regular y oportunamente recaudadas demuestran la concurrencia de los axiomas constitutivos del abuso del derecho a litigar, porque si no logran tal cometido, la acción naufragará por incumplirse la regla del onus probandi prevista en el Art. 167 C.G.P., que fija en cada contendor el deber de demostrar el sustento de sus aspiraciones, porque de ello depende el resultado del litigio (SC1066 – 2021, abril 5, M.P.: Tejeiro Duque, O.).
En SC109 – 2023 (junio 9, M.P.: Rico Puerta, L.), se discutió sobre la responsabilidad extracontractual por abuso del derecho a litigar en la solicitud de medidas cautelares excesivas dentro de un proceso ejecutivo, distinguiendo entre el ilícito extracontractual (la cautela abusiva de una suma de dinero) y el incumplimiento contractual (la mora en el pago de una obligación), reiterando que el decreto de una medida cautelar que obedezca a un actuar doloso o gravemente descuidado por parte del acreedor cambiario, degenera en abuso del derecho a litigar.
En SC2956 – 2024 (diciembre 16, M.P.: Ternera Barrios, F.), se encontró configurada responsabilidad extracontractual (abuso del derecho por medidas cautelares en proceso de restitución de bienes muebles, cuando el secuestro no se limita al bien sobre el que versa la solicitud de devolución) por la omisión de la actora en indagar respecto a la propiedad de los bienes cautelados en exceso; en la extralimitación de la cautela al superar lo solicitado en la acción de restitución, al reformar el libelo incluyendo sin sustento en la cautela los bienes cubiertos en exceso. Esa medida excesiva mediada por culpa grave o mala fe, constituyó abuso del derecho a litigar.
El fallo más reciente sobre abuso del derecho a litigar es SC1144 – 2025 (junio 4, M.P.: Guzmán Álvarez, M.), en el cual, señalando nuevamente, conforme a una consolidada línea jurisprudencial (SC del 5 de agosto de 1937, SC del 28 de septiembre de 1953, SC del 2 de agosto de 1995, M.P.: Lafont Pianetta, P.; SC del 14 de noviembre de 2008, M.P.: Munar Cadena, P.; y SC1066 – 2021, M.P.: Tejeiro Duque, O, entre otras), que el ejercicio del derecho fundamental de acceso a la administración de justicia mediante la interposición de una demanda constituye una prerrogativa legítima, amparada por el ordenamiento jurídico. Si se ejerce con lealtad procesal y de buena fe, el derecho a convocar a juicio a otra persona para dirimir un conflicto no genera responsabilidad civil para el demandante, cuandoquiera que sus pretensiones resulten desestimadas. Por regla general, basta con que reembolse a su contraparte las costas del proceso.
Sin embargo, el derecho de acceso a la justicia –como toda prerrogativa jurídica– no reviste carácter absoluto, ni ilimitado. Su ejercicio puede derivar en responsabilidad civil cuando se desvía de sus fines legítimos y se instrumentaliza como vehículo para causar agravios a terceros; es decir, cuando existe abuso del derecho a litigar, supuesto que se configura, principalmente, en los siguientes escenarios: (a) cuando el demandante, plenamente consciente de su carencia de legitimación sustancial o material, promueve deliberadamente un proceso judicial con la finalidad de obtener ventajas indebidas, o de ocasionar un perjuicio (económico o reputacional) a su contraparte; (b) cuando se formula una demanda manifiestamente infundada o carente de sustento jurídico razonable, revelando una conducta negligente o descuidada en la evaluación preliminar de los presupuestos fácticos y jurídicos que fundamentan su pretensión; (c) cuando se hace un uso sistemático de recursos procesales con finalidad dilatoria, interponiendo múltiples incidentes, nulidades o impugnaciones notoriamente improcedentes, con el único propósito de prolongar artificialmente un trámite judicial; (d) cuando se instrumentalizan las medidas cautelares de manera abusiva, solicitando garantías excesivas y desproporcionadas en relación con la naturaleza y cuantía real del litigio, a sabiendas de los graves perjuicios económicos que pueden causar a la contraparte.
Las anteriores hipótesis permiten ilustrar la idea que se esbozó inicialmente: la responsabilidad civil derivada del abuso del derecho a litigar no se configura por el simple resultado adverso a las pretensiones del demandante, sino que exige acreditar que su actuación procesal estuvo mediada por algún tipo de dolo, temeridad o mala fe (sobre el punto, SC1066 – 2021, abril 5, M.P.: Tejeiro Duque, O.).
Así las cosas, para el caso más frecuente que se discute, el abuso del derecho a litigar en procesos ejecutivos (Art. 443 – 3, C.G.P.), el tema se aborda así:
En cuanto a los privilegios procesales en el proceso ejecutivo (y su justificación). El Art. 422 C.G.P., establece que las obligaciones de dar, hacer o no hacer pueden hacerse efectivas mediante un proceso ejecutivo, siempre que consten en un título ejecutivo, es decir, un documento que acredita una obligación, clara, expresa y actualmente exigible, de la que es acreedor el ejecutante y deudor correlativo el ejecutado. Su fuerza probatoria es privilegiada porque, por regla general, proviene del mismo deudor, de su causante o de una autoridad competente.
Sobre la base de esa evidencia documental cualificada, la ley procesal habilita al juez de la ejecución para librar, de inicio, un mandamiento de pago, ordenando al demandado que cumpla la obligación en la forma pedida, si fuere procedente, o en la que aquel considere legal (Art. 430, Ibid.). Asimismo, invierte la carga de la prueba, correspondiéndole a la parte convocada desvirtuar el contenido obligacional del título ejecutivo. Y, finalmente, permite el decreto de medidas cautelares de embargo y secuestro de bienes, que limitan sensiblemente el derecho de propiedad del deudor, incluso antes de haber sido oído (o vencido) en juicio.
Este particular diseño procesal (caracterizado por una orden inmediata de pago, la inversión de la carga probatoria, y la posibilidad de obtener el embargo y secuestro de bienes) resulta legítimo, en tanto persigue garantizar la efectividad de un derecho de crédito, prevenir la posible disposición fraudulenta de bienes y hacer efectivo el principio de responsabilidad patrimonial universal. Sin embargo, tales justificaciones decaen por completo cuando se acogen íntegramente las excepciones y el ejecutado sale victorioso, dejando en evidencia que los privilegios procesales conferidos a su contraparte carecían de fundamento jurídico.
Ahora, sobre la condena preceptiva al pago de perjuicios (Art. 443 – 3, C.G.P.). Ante la situación descrita, el legislador consideró pertinente habilitar un canal intraprocesal accesorio al proceso ejecutivo (un incidente), para que el ejecutado pudiera reclamar del convocante una compensación por los daños injustos que le habrían sido irrogados con ocasión del proceso, o de las cautelas. Así, en los términos del Art. 443 – 3, C.G.P., la sentencia de excepciones totalmente favorable al demandado pone fin al proceso; en ella se condenará al ejecutante a pagar las costas y los perjuicios que aquel haya sufrido con ocasión de las medidas cautelares y del proceso. La referida condena, cabe añadir, se impone en abstracto, lo que significa que su cuantificación concreta se realizará posteriormente, en el incidente de liquidación de perjuicios que regula el Art. 283 Ibid. Naturalmente, ese trámite se adelanta ante el funcionario judicial que conoció del proceso ejecutivo primigenio, lo que permite al ejecutado beneficiarse de la previa integración de la relación jurídico-procesal, así como de las actuaciones, providencias y pruebas que conforman el expediente, facilitando así la demostración de los perjuicios padecidos.
Sin embargo, sería totalmente impreciso afirmar que la aludida condena preceptiva implica una responsabilidad automática del ejecutante por el hecho de haber sido vencido en el proceso. Es más, dicha interpretación contraviene los principios que rigen el abuso del derecho a litigar, desarrollados previamente, los cuales exigen una valoración cuidadosa de la conducta procesal de la parte, y no una simple constatación del resultado del litigio. La premisa de responsabilidad objetiva desnaturalizaría la noción del abuso del derecho, que presupone un ejercicio anormal, excesivo o desviado de una prerrogativa lícita.
Adicionalmente, la referida hermenéutica desconoce que el ejercicio del derecho de acción está amparado por la presunción constitucional de buena fe, consagrada en el Art. 83 de la Carta Política. Y una acción judicial promovida de buena fe no puede transformarse, ex post, en una conducta antijurídica, por el hecho de que el veredicto resulte adverso a los intereses del demandante. Semejante postura significaría imponer un gravamen excesivo al ejercicio de un derecho fundamental, como lo es el acceso a la administración de justicia, y desincentivaría a los ciudadanos a acudir a los tribunales, ante la amenaza de ser sancionados cuando sus reclamos no prosperen.
Finalmente, en cuanto a los elementos constitutivos de la responsabilidad por abuso del derecho a litigar en el proceso ejecutivo. La derrota procesal del ejecutante constituye una condición necesaria para el éxito de cualquier pretensión indemnizatoria del ejecutado, pero no es suficiente, per se, para imponerle un débito de resarcimiento. Para que proceda la indemnización a la que se refiere el citado artículo 443-3, se deben demostrar todos los elementos jurídicos y fácticos que constituyen la responsabilidad civil por abuso del derecho a litigar, es decir: (a) la existencia de un daño o agravio injusto (patrimonial o extrapatrimonial); (b) la conducta procesal temeraria, negligente o de mala fe del acreedor al promover el proceso ejecutivo, o solicitar las medidas cautelares; y (c) un nexo causal entre dicha conducta antijurídica y el daño injusto.
Para finalizar este recuento jurisprudencia, en materia penal, la temeridad se asimila a la culpa. De antaño, se ha dicho que no hay acto culposo en que no intervenga la imprevisión o temeridad, que es lo mismo que confianza imprudente. Se dice que hay culpa cuando el agente no previó los efectos nocivos de su acto habiendo podido preverlos, o cuando a pesar de haberlos previsto, confió imprudentemente en poder evitarlos (Art. 12 del Código Penal de 1936. El Art. 23 del actual Código Penal, Ley 599 de 2000, reza que la conducta es culposa cuando el resultado típico es producto de la infracción al deber objetivo de cuidado y el agente debió haberlo previsto por ser previsible, o habiéndolo previsto, confió en poder evitarlo).
Así, en los casos que a manera de ejemplos se citan a continuación, es posible apreciar la presencia de aquellos factores: arrojar a una calle muy transitada una piedra u otro objeto capaz de causar daño; guiar un automóvil hallándose ebrio el conductor; maniobrar con un arma mortífera sin ningún cuidado. Entonces, si de cada uno de esos actos resulta un daño, porque la piedra golpeó a un transeúnte, el automóvil atropelló a un peatón y el arma que estaba cargada disparó e hirió a un circunstante, los autores responderían por lesiones u homicidio, según el caso, porque en la primera hipótesis se dejó de prever algo que era muy previsible (gente en la calle); en la segunda se corrió un riesgo (temeridad) confiando en evitarlo, además de que se infringió el reglamento que prohíbe a los beodos el manejo de vehículos; y en la tercera, hubo imprudencia al no observar si el arma estaba en condiciones de hacer fuego.
Es bien notorio que en estas ocurrencias los protagonistas no solo no desearon producir los resultados que se han imaginado, sino que creyeron que sus acciones no iban a causar detrimento a nadie, o que dándose cuenta de lo atrevidas de ellas confiaron en su buena estrella y en que no darían lugar a perjudiciales efectos. La imprevisión y la osadía fueron factores predominantes que los llevaron al delito (SP del 22 de septiembre de 1955, M.P.: Jordán Jiménez, R.).
En materia procesal, dos de los deberes de las partes y sus apoderados son: (a) proceder con lealtad y buena fe en todos sus actos, y (b) obrar sin temeridad en sus pretensiones o defensas y en el ejercicio de sus derechos procesales (Núm. 1 y 2, Art. 78 C.G.P.). Al respecto, se presume que ha existido temeridad o mala fe, cuando (a) sea manifiesta la carencia de fundamento legal de la demanda, excepción, recurso, oposición o incidente, o a sabiendas se aleguen hechos contrarios a la realidad, (b) se aduzcan calidades inexistentes, (c) se utilice el proceso, incidente o recurso para fines claramente ilegales o con propósitos dolosos o fraudulentos, (d) se obstruya, por acción u omisión, la práctica de pruebas, (e) por cualquier otro medio se entorpezca el desarrollo normal y expedito del proceso, (f) se hagan transcripciones o citas deliberadamente inexactas (Núm. 1 a 6, Art. 79 Ibid.).
En punto de analizar el fraude procesal cuando las partes mienten en los hechos de las demandas, la Sala de Casación Penal ha dicho lo siguiente: la verdad en el ejercicio de actuaciones procesales, es perfectamente discernible bajo el entendido que debe existir plena conformidad entre los postulados de una demanda y la realidad en que se afianzan; no es por supuesto una aspiración metafísica, sino que las declaraciones de las partes siempre deben estar exentas de temeridad y malicia, de donde no le es dable al sujeto afirmar hechos falsos como fundamento de sus pretensiones, pues hacerlo no solamente conlleva el desconocimiento de principios de lealtad, buena fe y abuso del derecho de litigio (Art. 78 C.G.P.) sino eventualmente consecuencias en los ámbitos disciplinario y penal, máxime cuando dicho ordenamiento ha prevenido en su Art. 79. Por tanto, las partes deben obrar con probidad y buena fe al momento de exponer los hechos de una demanda y no decir a sabiendas cosas que la contraríen, esto es, no valerse de conductas dolosas encaminadas hacia lo falso u orientadas a disimular lo verdadero, toda vez que esta es la única forma de lograr que los procesos culminen con una decisión justa y que la misma represente una verdad jurídicamente objetiva (SP057 – 2022, enero 26, M.P.: Bolaños Palacios, F., y SP230 – 2022, febrero 29, M.P.: Chaverra Castro, G.).
Otro ejemplo clarísimo de actos de temeridad y mala fe consiste en interponer recursos que carecen de fundamento legal y que dilatan el proceso (SP3177 – 2022, septiembre 7, M.P.: Bolaños Palacios, F.).
En materia específica del trámite de la acción de tutela, señala el Art. 38 del Decreto 2591 de 1991, cuando, sin motivo expresamente justificado, la misma acción de tutela sea presentada por la misma persona o su representante ante varios jueces o tribunales, se rechazarán o decidirán desfavorablemente todas las solicitudes. De ahí que el inc. 2º del Art. 37 Ibid., exija al demandante la manifestación, bajo la gravedad de juramento, que no ha presentado otra acción de tutela respecto de los mismos hechos y derechos.
La figura de la temeridad supone entonces, de acuerdo con el Art. 38 del Decreto 2591 de 1991, que, sin existir un motivo expresamente justificado, igual acción de tutela se presente por la misma persona o su representante ante varios jueces o tribunales, eventos en los cuales se rechazarán o decidirán desfavorablemente todas las solicitudes. Por supuesto, a quien promueva la acción se le exige que manifieste bajo la gravedad del juramento, que no ha interpuesto otra acción de tutela por los mismos hechos. De encontrarse que se procedió contrario a lo que la norma ordena, se activa eventualmente para el actor una sanción de índole monetaria, pero, además, materializa la obligación del funcionario judicial de rechazar o decidir desfavorablemente las acciones, según el momento procesal en que se advierta ese incorrecto proceder (SP3814 – 2022, noviembre 9, M.P.: Corredor Beltrán, D.; también, SP3814 – 2022, noviembre 9, M.P.: Corredor Beltrán, E.; SP5634 – 2021, diciembre 9, M.P.: Ospitia Garzón, F.; SP420 – 2020, febrero 12, M.P.: Patiño Cabrera, E.; SP1780 – 2019, mayo 22, M.P.: Acuña Vizcaya, J.; SP364 – 2018, febrero 21, M.P.: Salazar Cuéllar, P.).
La jurisprudencia constitucional ha estimado que la actuación temeraria es aquella que vulnera el principio constitucional de la buena fe y, por tanto, ha sido entendida como la actitud de quien demanda o ejerce el derecho de contradicción a sabiendas de que carece de razones para hacerlo, o asume actitudes dilatorias con el fin de entorpecer el desarrollo ordenado y ágil del proceso. En esas circunstancias, la actuación temeraria ha sido calificada por el Tribunal Constitucional como aquella que supone una actitud torticera, que delata un propósito desleal de obtener la satisfacción del interés individual a toda costa, que expresa un abuso del derecho porque deliberadamente y sin tener razón, de mala fe se instaura la acción, o, finalmente, constituye un asalto inescrupuloso a la buena fe de los administradores de justicia (T – 655 de 1998, citada en SP3814 – 2022, noviembre 9, M.P.: Corredor Beltrán, D.). En materia específica de tutelas temerarias, la Corte Constitucional ha reiterado que la temeridad se configura cuando concurren los siguientes elementos: (a) identidad fáctica y de derechos invocados en relación con otra acción de tutela; (b) identidad de demandante, en cuanto la otra acción de tutela se presenta por parte de la misma persona o su representante; (c) identidad del sujeto accionado, (d) falta de justificación para interponer la nueva acción (SU – 189 de 2012, reiterando que la actuación temeraria es aquella que vulnera el principio de buena fe, asumiendo una actitud indebida para satisfacer un interés individual a toda costa y que expresa un abuso del derecho cuando deliberadamente y sin tener razón se instaura nuevamente una acción de tutela. Citada en SP1780 – 2019, mayo 22, M.P.: Acuña Vizcaya, J.).
Todo lo expuesto, a lo práctico:
1) El abuso del derecho a litigar es uno de los casos paradigmáticos de abuso del derecho (doctrina elevada a principio general del derecho por la Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil desde el inicio mismo de la construcción de dicha doctrina, como precedente jurisprudencial, que se remonta a 1935).
Curiosamente, casi que la mitad de las sentencias de esa Corte y Sala, sobre el tema de abuso del derecho, está dedicada al abuso del derecho a litigar, concretamente en dos situaciones particulares: (a) el abuso del derecho a litigar por exceso en las medidas cautelares, y (b) el abuso del derecho a litigar por demandas, y ante todo, por denuncias penales temerarias o imprudentes.
2) La responsabilidad civil que se predica en estos eventos (en los pocos casos en que se ha reconocido su ocurrencia) es de estirpe extracontractual, con régimen de culpa probada, según el cual hay que demostrar, no la simple culpa (leve o lata, grave o levísima), sino una especie de culpa cualificada, enmarcada expresamente en la noción de temeridad.
Por temeridad, aquí, debe entenderse el significado de la RAE: cualidad de temerario, acción temeraria, juicio temerario. Ser temerario, dicho de una persona, es ser excesivamente imprudente, arrostrando peligros.
Son sinónimos de temeridad, la imprudencia, insensatez, irreflexión, osadía, atrevimiento, audacia o riesgo; y antónimos, la prudencia y la sensatez. Como antónimo de temerario, es prudente quien tiene prudencia y actúa con moderación y cautela. Y es sensato el prudente, cuerdo, de buen juicio. La prudencia, a su vez, es sensatez, buen juicio.
Como se dijo en SC del 28 de noviembre de 1953, la temeridad no implica intención positiva y concreta de causar daño a las personas o a las cosas (que es lo significado por el otro término, malicia), sino falta de prudencia, de meditación, de cuidado, en una palabra, simple error de conducta, bajo la categoría o intensidad equiparable (en la culpa contractual) a la culpa leve, descuido ligero o falta de aquella diligencia y cuidado que los hombres emplean ordinariamente en sus negocios propios, a que se refiere el Art. 63, Inc. 2, C.C. (sin que equivalga a dicha culpa leve, porque se trata de una culpa cualificada, cuyas aristas o matices, así como la mala fe, hay que demostrar en el proceso destinado a postularla como fuente de responsabilidad civil).
3) Si la responsabilidad por abuso del derecho de litigar es de carácter extracontractual, su régimen de prescripción extintiva es el general del Código Civil, de 10 años, contados a partir de que la obligación (en este caso, de indemnizar) se haya hecho exigible (Art. 2535 C.C.).
Eso quiere decir, que puede llegar a considerarse que la obligación de indemnizar, no surge necesariamente cuando se haya formulado la denuncia penal temeraria; o cuando se haya promovido en el proceso la demanda, excepción, recurso, oposición o incidente, carentes de fundamento de manera manifiesta; o cuando a sabiendas se aleguen hechos contrarios a la realidad (Núm. 1, Art. 79 C.G.P.), sino hasta cuando cese el acto lesivo generador de responsabilidad (en el caso de la denuncia penal supuestamente temeraria, cuando el proceso penal terminó en favor del demandado, por cualquiera de las causas previstas por la ley, o cuando si de tratarse de un delito querellable, el denunciante desistió de la denuncia, etc.). O en el caso de la demanda, excepción, recurso, oposición o incidente, carentes de fundamento de manera manifiesta; cuando dicho acto procesal se decidió, desfavorablemente a su promotor (quedando la decisión ejecutoriada y en firme).
Siguiendo la misma línea, cuando se utilice el proceso, incidente o recurso para fines claramente ilegales o con propósitos dolosos o fraudulentos (Núm. 3, Art. 79 C.G.P.), la obligación de indemnizar se haría exigible cuando se descubra la utilización de dicho acto procesal para un fin claramente ilegal, o con propósito doloso o fraudulento (momento que no necesariamente puede coincidir con el de la resolución del acto procesal respectivo).
Cuando se aduzcan calidades inexistentes (Núm. 2, Art. 79 Id.), sería cuando se descubra dicha calidad inexistente. Cuando se obstruya, por acción u omisión, la práctica de pruebas, sería cuando se advierta que se han obstruido (por acción, cuando ocurra el acto de obstrucción, por omisión, cuando se cese de obstruir).
Cuando por cualquier otro medio (caso típico, el interponer recursos reiterativos) se entorpezca el desarrollo normal y expedito del proceso (Núm. 5, Art. 79 Id.), se apreciará en cada caso específico. Cuando se hagan transcripciones o citas deliberadamente inexactas (Núm. 6, Art. 79 Id.), será cuando éstas se realicen (bien sea por escrito, u oralmente en audiencia).
En síntesis, cada caso es diferente. Pero la prudencia aconseja a que se tome como referencia el acto inicial que se considere temerario, para empezar a contar desde ahí el término de prescripción extintiva de la acción declarativa de responsabilidad.
Teniendo en cuenta que esas situaciones normalmente se definen en lapsos prolongados de tiempo (por ejemplo, la resolución de una investigación o proceso penal), la prescripción extintiva de la acción se puede interrumpir legalmente, por una sola vez, con el requerimiento escrito de cumplimiento de obligaciones a que se refiere el Inc. final del Art. 94 C.G.P.
Nuevamente, la aclaración sobre el tipo de responsabilidad y el término de prescripción es muy importante, pues, por ejemplo, la responsabilidad que surja entre socios de una sociedad comercial o entre la sociedad y sus administradores, derivada de lo previsto en el Libro Segundo del C. de Co., y de la Ley 222 de 1995 tiene un término de prescripción especial de 5 años (Art. 235, Ley 222), y alude a una responsabilidad de tipo contractual (pues deriva del contrato celebrado, así sea verbalmente y sin ninguna remuneración, entre la sociedad y el administrador, y por supuesto, del contrato de sociedad, al cual se vinculan los socios por el mero acto de la adquisición de tal condición).
También, en tratándose ahora de entender el abuso del derecho a litigar como un evento de responsabilidad civil extracontractual, es importante dicha aclaración en punto de imputar responsabilidad a una persona jurídica (cuya responsabilidad es directa, como lo ha dicho la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, bajo el régimen de prescripción general del Art. 2535 C.C.), y de imputar responsabilidad indirecta (en este caso, por los daños, imputables a los empleadores, causados por los trabajadores, con ocasión del servicio prestado por los últimos a los primeros, Art. 2349 Ibid.), el cual tiene un régimen de prescripción especial de 3 años (como terceros civilmente responsables), para la acción de reparación, contados desde la perpetración del acto, al tenor (e interpretación jurisprudencial) del Art. 2358 Ejúsdem.
4) Salvo contados casos especiales (como el del recurso extraordinario de revisión, cuando se declara infundado el recurso, evento en el cual se condenará en costas y perjuicios al recurrente, y para su pago se hará efectiva la caución prestada, Inc. final, Art. 359 C.G.P.; cuando se levante el embargo o secuestro en los casos de los Núm. 1, 2, 4, 6 y 8 del Art. 597 C.G.P., condenando de oficio o a solicitud de parte en costas y perjuicios a quienes pidieron tal medida, salvo que las partes convengan otra cosa; el evento de sentencia de excepciones totalmente favorable al demandado en el proceso ejecutivo, como resultado de la cual se pone fin al proceso, se ordena el desembargo de los bienes perseguidos y se condena al ejecutante a pagar las costas y los perjuicios que el ejecutado haya sufrido con ocasión de las medidas cautelares y del proceso, Núm. 3, Art. 443 Ibid.; y los demás casos en que el Código General del Proceso autoriza la condena in genere o en abstracto, obligando al interesado a promover incidente, so pena de caducidad extinguiéndose el derecho, dentro de los 30 días hábiles siguientes a la ejecutoria de la providencia respectiva o al de la fecha de la notificación del auto de obedecimiento al superior, Inc. 3, Art. 283 Ibid.), la acción de responsabilidad civil invocando abuso del derecho a litigar, debe promoverse en proceso separado (y declarativo) de aquel en que se produjo el acto dañoso.
Se recuerda en este punto, lo sentado en una acción de responsabilidad civil (precisamente, por abuso del derecho a litigar por exceso en las medidas cautelares), al explicar que no es posible ejercer, en un proceso posterior, acciones de responsabilidad para la reparación de los daños causados con el proceso ejecutivo y las cautelas, cuando la condena que impone el juez de ejecución es in genere. Es decir, una vez proferida una condena en abstracto, es inadmisible reclamar, por medio de otra acción y ante un juez distinto (SC del 28 de abril de 2011, M.P.: Namén Vargas, W.).
5) Por tratarse de una acción clásica de responsabilidad civil extracontractual, el demandante debe probar los elementos (igualmente clásicos) de la responsabilidad civil, a saber: (a) la conducta humana antijurídica, en este caso, el adelantamiento de un proceso o la realización de un acto procesal particular en forma desviada de su finalidad; (b) un factor o criterio de atribución de la responsabilidad, que en la referida hipótesis, como viene de explicarse, solamente puede consistir en la temeridad o mala fe; (c) un daño o perjuicio, es decir, un detrimento, menoscabo o deterioro, que afecte bienes o intereses lícitos de la víctima, vinculados con su patrimonio, con su esfera espiritual o afectiva, o con los bienes de su personalidad /es decir, el daño y perjuicio pueden ser de índole patrimonial y/o extrapatrimonial); y, finalmente, (d) una relación o nexo de causalidad (que, por cierto, debe ser directo) entre el comportamiento de aquel a quien se imputa la responsabilidad y el daño sufrido por el afectado (SC del 1 de noviembre de 2013, M.P.: Solarte Rodríguez, A., SC1066 – 2021, abril 5, M.P.: Tejeiro Duque, O.; y SC3840 – 2020, octubre 13, M.P.: Rico Puerta, L.).
En estas situaciones, a más de demostrar la característica de la mala fe o de la temeridad (como notoria y supina negligencia, bien sea acudiendo a las definiciones generales, o a los ejemplos típicos del Art. 79 C.G.P.), se debe acreditar el perjuicio, que puede ser patrimonial (daño emergente, lucro cesante), y/o extrapatrimonial (daño moral, o daño a intereses constitucionalmente protegidos, como el derecho fundamental al buen nombre).
En todo caso, el perjuicio (por ejemplo, en eventos de lucro cesante) puede determinarse por diferentes métodos (cuando haya dificultad en establecerlos pericialmente), acudiendo incluso a las metodologías de modelización (SC del 14 de noviembre de 2008, M.P.: Munar Cadena, P.). Lo expuesto, recordando que en todo proceso jurisdiccional la valoración de daños atenderá los principios de reparación integral y equidad y observará los criterios técnicos actuariales (Art. 283 C.G.P.).
6) Cuando la temeridad o mala fe en el proceso, adquiera connotaciones penales (como la falsa denuncia contra persona determinada y el fraude procesal, Arts. 436 y 453, Ley 599 de 2000), la reparación integral se puede buscar también en el proceso penal, atendiendo a las reglas especiales previstas para el efecto.
En este punto, para irrogar esa responsabilidad civil (dependiente por completo del éxito del proceso penal) hay que demostrar los elementos objetivos y subjetivos del tipo penal (denunciar bajo juramento a una persona como autor o partícipe de una conducta típica que no ha cometido o en cuya comisión no ha tomado parte, a sabiendas de ello; o inducir en error, por cualquier medio, a un servidor público para obtener sentencia, resolución o acto administrativo contrario a la ley), más allá de toda duda razonable (Art. 381, Ley 906 de 2004: para condenar se requiere el conocimiento más allá de toda duda, acerca del delito y de la responsabilidad penal del acusado, fundado en las pruebas debatidas en el juicio).
Y recordar que estos dos tipos penales son de mera conducta, y de ejecución continuada, por lo cual, hasta que no cesen en su ocurrencia, no inicia el cómputo de la prescripción en materia penal. Muy importante lo último, porque para el caso del fraude procesal, mientras el servidor público siga inducido en el error, no empieza ni siquiera a computarse el término prescriptivo de la acción.
En el caso del fraude procesal, se trata de un comportamiento eminentemente doloso, de sujeto activo indeterminado, de mera conducta y no de resultado, cuya consumación se extiende durante todo el tiempo en que la conducta sea idónea para generar el error, con independencia de si tal inducción se materializa en un resultado. La conducta desvalorada es aquella de inducir en error al servidor público, mediante la utilización de medios fraudulentos, con la finalidad de obtener una decisión, resolución o acto administrativo contrario a la ley; con independencia, para su estructuración típica, de que el interesado obtenga el anhelado acto contrario a la ley (SP857 - 2025, abril 2, M.P.: Bolaños Palacios, F.). En consecuencia, el término de prescripción para el fraude procesal, delito de conducta permanente (SP276 - 2024, febrero 21, M.P.: Bolaños Palacios, F.), se cuenta a partir de la cesación de efectos de su último acto (SP2014 - 2024, julio 31, M.P.: Barbosa Castillo, G., y SP1346 - 2022, abril 27, M.P.: Hernández Barbosa, L.) y el momento consumativo no se puede extender a eventos posteriores al agotamiento de la conducta (SP1385 - 2024, junio 5, M.P.: Díaz Soto, J.), sin que se requiera para su estructuración el proferimiento de la sentencia, resolución o acto administrativo contrario a la ley (SP909 - 2024, abril 24, M.P.: Barbosa Castillo, G.).
Hasta una nueva oportunidad,
Camilo García Sarmiento
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